III Seminari Internacional sobre la Declaració Universal sobre Bioètica i Drets Humans de la UNESCO: "Justícia, Risc i Salut". Organitzat per l'Observatori de Bioètica i Dret - Cátedra UNESCO de Bioética de la Universitat de Barcelona.
Divendres, 29 de gener de 2010, Auditori Antoni Caparrós, Parc Científic de Barcelona, Universitat de Barcelona
C/Baldiri Reixac 4. Torre D. 08028 Barcelona
Amb el suport del Departament d’Innovació, Universitats i Empresa de la Generalitat de Catalunya i la col·laboració de l’Associació de Bioètica i Dret, UB
Divendres, 29 de gener
Aforament limitat
Contacte: 93 403 45 46 / obd3@ub.edu
*Aquest seminari possibilita el reconeixement de crèdits ECTS als alumnes de la UB.
Principios de ética biomédica
T. Beauchamp y J. Childress, Ed. Masson, 1999.
Es éste un libro bien conocido en el ámbito de la Bioética ya desde su primera edición americana de 1979, momento a partir del cual pasó a formar parte de los escasos manuales de referencia ampliamente citados y reproducidos. Es, pues, un clásico, cuya 4ª edición americana (de 1994) es la que ahora se nos ofrece traducida al español.
Quienes utilizamos la primera edición de ese libro para introducirnos en el mundo de la Bioética nos sentimos, en general, fuertemente sorprendidos: por un lado, se nos exponía una revisión de las principales teorías éticas de modo muy sistemático, pero a la vez, y al menos entre quienes hemos tenido una formación filosófica o jurídica, se echaba de menos sobre todo una justificación clara y explícita -no sólo sobreentendida- del sistema de referencia ético que los autores usaban pero que no nos explicaban. Un sobreentendido que seguramente no lo era tanto para la mayor parte de los lectores y que, por lo tanto, podía recibir interpretaciones bien diversas: la propuesta de unos llamados Principios que en seguida recibían la consideración de prima facie. Ello sorprendía a quienes nos habíamos acostumbrado a teorías éticas explícitas y con voluntad normativista y jerarquizadora. La pregunta inmediata era más o menos ésta: ¿cómo podía servir la constante referencia a unos Principios así considerados como pauta o guía para la toma de decisiones, en especial en casos difíciles de resolver o que levantaban fuertes discrepancias entre los interesados en la Bioética? Cuanto menos era dudoso, aunque en la práctica el uso de esos Principios parecía útil a condición de establecer entre ellos algún orden jerárquico, cosa que los autores explícitamente evitaban hacer.
Esta 4ª edición aclara las cosas. Los autores, finalmente, explicitan su sistema de referencia moral sin renunciar, no obstante, a su planteamiento inicial. Ello convierte la lectura de los dos primeros capítulos del libro en una difícil tarea que puede tal vez desanimar a los no iniciados en eso de la fundamentación y la justificación de una teoría ética. Si éste es el caso, y tal como los propios autores recomiendan, puede comenzarse la lectura por el capítulo 3 (El respeto a la autonomía).
Precisamente por este motivo, me parece interesante centrar mi comentario en los dos primeros capítulos del libro, aquéllos que suelen presentar, repito, mayores dificultades en su lectura. En ellos se nos ofrece un repaso a las diferentes teorías éticas subyacentes en la Bioética actual con la intención de descubrir cuáles pueden ser los elementos más constructivos, a juicio de los autores, de cada una de ellas, con el fin de ir preparando al lector para una propuesta que tiene mucho de sincrética o de pragmática, en el sentido de que pueda ser útil en la práctica cotidiana de los profesionales sanitarios: así llegamos a la conocida propuesta de los llamados cuatro Principios básicos (Autonomía, Beneficencia, No maleficencia y Justicia) convertidos desde entonces en el canon de la Bioética.
¿Qué puede entenderse en este caso con el nombre de Principios? En el ámbito del conocimiento científico la palabra Principio suele indicar uno o más enunciados universales que suponemos representan la manera de funcionar de la naturaleza y a partir de los cuales podemos comprender y predecir el comportamiento de los cuerpos. En el ámbito de la Bioética, por extensión, deberían servir para guiar la toma de decisiones en situaciones corrientes o complejas. Pero esa analogía no debe llevarse demasiado lejos, pues las obvias diferencias de objeto y de método son, desde luego, decisivas.
Los autores describen básicamente tres tipos de metodología ética, entendidos como modelos de justificación ética:
En primer lugar, lo que denominan el deductivismo ético: los juicios o valoraciones de tipo moral se realizan a partir de determinados preceptos normativos preexistentes que son más generales que los juicios concretos que de ellos puedan derivarse. Es, pues, un esquema deductivo el que es ente caso se aplicaría. Según sea la teoría ética en la que nos basemos, de ahí se derivarían coherentemente las reglas de actuación concretas. Los autores no ven que este esquema quasi geométrico sea aplicable en casos problemáticos, pues la realidad (y de modo especial, la realidad clínica) es mucho más compleja.
En segundo lugar, nos describen el inductivismo, o el modelo basado en los casos individuales. Aquí el razonamiento ético partiría metodológicamente del análisis de hechos o casos concretos para así llegar a las generalizaciones, incluidas las analogías. Las reglas de la acción moral serían esas generalizaciones derivadas de la experiencia y de la evolución histórica de las formas de pensamiento en cuestiones éticas. La práctica y, sobre todo, sus resultados son las que moldean las reglas morales y no unos principios pensados a priori de toda acción y experiencia sociales.
Llegados a este punto, los autores admiten lo positivo de ambas tradiciones éticas pero inmediatamente nos ofrecen un esquema diferente de razonamiento moral, lo que denominan el coherentismo o método basado en el equilibrio reflexivo. Tal vez ahora podamos comenzar a ver el rumbo de su propuesta. Nos hablan de la necesidad de formular juicios ponderados, entendidos como aquéllos en los cuales es más que probable que nuestras convicciones morales puedan manifestarse sin excesivas distorsiones, como ocurre con nuestros juicios acerca de lo incorrecto de la discriminación racial o que los intereses del enfermo deben ser prioritarios para el médico. Como quiera que estos juicios ponderados pueden revisarse periódicamente, el equilibrio reflexivo al que los autores apelan debería servir para pulir, retocar esos juicios ponderados a fin de que sean coherentes con la teoría ética en la que encuentran su fundamento. De modo más claro: partimos necesariamente de juicios acerca de qué sea correcto o incorrecto en nuestros actos y posteriormente construimos una teoría general lo más coherente posible con esos juicios. Las normas de conducta que de ello se desprendan deberán valorarse en función de sus resultados, es decir de su capacidad para alcanzar el equilibrio reflexivo entre reglas de conducta y teoría ética. Así, por ejemplo, la regla que otorga prioridad a los intereses del enfermo ha de ser lo más coherente posible con otros juicios ponderados acerca de la necesidad de la experimentación clínica y de las responsabilidades clínicas docentes.
Con todo este bagaje, los autores edifican su propuesta que, en rápida síntesis, sería la siguiente: hay cuatro Principios básicos (también llamados a veces deberes éticos) en biomedicina a los cuales habrían llegado buscando juicios ponderados y coherencia. Tienen la consideración de generalizaciones normativas, es decir que deben servir para guiar la conducta a seguir y diferencian, además, Principios de reglas en tanto que éstas son de un alcance más restringido (son menos universales) que los primeros. De todos modos, esos Principios deben entenderse como guías de carácter general cuya aplicación concreta a casos particulares debe atender a las circunstancias (que no debe confundirse con las consecuencias) concretas de cada caso.
La lectura de la obra de un estudioso de Aristóteles como Ross permitió a los autores proponer una sincrética visión de la dialéctica entre Principios (y reglas derivadas) y decisiones concretas. Al caracterizar esos Principios como prima facie los autores intentan desmarcarse tanto de una teoría ética de corte deductivista (por ejemplo, kantiana) como de una ética basada en la casuística. Y en ello radica la originalidad de su aportación.
En efecto, afirmar que esos Principios obligan prima facie significa que no existe entre ellos un orden jerárquico omnipresente y que su flexible aplicación a casos concretos permite el compromiso, la negociación, la búsqueda de decisiones originales y, sobre todo, concretas, sin tener que recurrir a la aplicación mecánica de un orden jerárquico. Son, por lo tanto, las buenas razones que se aporten para cada caso concreto las que nos orientarán en el camino de la mejor decisión: la que evite palabras como siempre o nunca y, en cambio, deje un margen para escoger, en función de las circunstancias del caso, la correcta ponderación de las exigencias éticas que cada uno de esos Principios conlleva.
Por ejemplo: los autores afirman que ocasionar la muerte de un enfermo es moralmente incorrecto prima facie (atendiendo al Principio de No maleficencia), pero que en circunstancias muy precisas dicha acción puede ser considerada moralmente correcta, cuando intervienen elementos de calidad de vida y de respeto a las decisiones autónomas de las personas. No existe, por tanto, a juicio de los autores, un principio único en la cima de la jerarquía ética, ni siquiera un concepto unificador de una teoría ética. Lo que quieren decirnos es, a mi parecer, que los deberes morales básicos (esos cuatro Principios tan repetidos) no deben aplicarse mecánicamente porque los conflictos entre Principios no pueden resolverse a priori, es decir sin hacer referencia a las circunstancias concretas del caso o de la situación al que pretendamos aplicarlos. Ello tiene, además, la ventaja de que nos permite tener en cuenta los cambios que puedan producirse en la percepción social del proceder de los profesionales sanitarios, es decir, que permite introducir un componente historicista. La practica -y la evolución de una sociedad en sus valoraciones morales o éticas- especifica continuamente nuestros juicios y las normas de nuestro sistema de referencia moral. Lo que nuestros autores pretenden es, entiendo, cambiar las reglas del juego.
Pero como algún tipo de fundamentación ética parece necesario, y en parte también para salir al paso de críticas recibidas por los autores a raíz de las anteriores ediciones de este libro, en esta nueva versión proponen lo que denominan la common morality como concepto fundamentador de su propuesta. Esa moral común o moral social es definida como la moral compartida en común por los miembros de una sociedad, o sea por el sentido común no filosófico y por la tradición, que se diferenciaría de la moral al uso y que habría inspirado buena parte de las normas éticas y de la jurisprudencia del ámbito angloamericano. En el seno de esa moral común existe, se nos dice, más acuerdo que entre las diferentes teorías éticas y por ello los autores consideran que posee una amplia base de aceptación social aunque tal vez no tanta en el campo restringido de los profesionales sanitarios.
Un modo sencillo de entender esa common morality podría ser éste: ¿Qué espera la gente corriente de una relación asistencial? Que se les ayude en sentido médico o asistencial, que no se le infrinjan daños innecesarios o evitables, que se les respete como personas y que no se les discrimine o no se les trate injustamente. Eso se convierte en los cuatro Principios de ética biomédica que los autores nos presentan, a partir de los cuales se derivan reglas concretas de actuación para cada caso, atendiendo a las circunstancias -y no sólo a las consecuencias, insisto- del caso, porque cada caso es particular y diferente de otros por muy similares que pudieran parecernos.
Llegados a este punto una pregunta parece obvia: ¿se trata de puro y simple relativismo o de una puerta abierta para huir tanto del dogmatismo de una deontología rígida como de una casuística que no permitiría "ascender" hasta una racionalización y universalización de los deberes éticos en biomedicina? Naturalmente, los autores rechazan la crítica de relativistas y creen, por el contrario, que el papel determinante que atribuyen a las circunstancias del caso permite la necesaria flexibilidad y la responsabilidad en la justificación de las decisiones concretas en situaciones concretas. Seguramente eso resulta muy útil para los profesionales sanitarios, que no tienen porqué ser expertos en teorías éticas y que desde luego son reacios a cualquier dogmatismo: la mentalidad en general fuertemente empirista de los profesionales sanitarios puede hallar en esta propuesta un espacio, es decir que puede resultarles perfectamente aceptable. Nada tiene, pues de extraño, el éxito de este libro, ya desde su primera edición, y su condición de clásico de referencia obligada, es decir, su uso como manual de ética médica.
A partir del capítulo tercero y hasta el séptimo inclusive, los autores concretan esos Principios y ahí es donde podemos ver cómo aplican su metodología a numerosos ejemplos. Es la parte agradecida de leer del libro. Citemos sólo algunos puntos que, a mi juicio, son especialmente significativos.
Sobre el respeto a la autonomía:
De manera realista, los autores afirman que una teoría de la autonomía de las personas enfermas que exija un ideal fuera del alcance del resto de la gente no debe considerarse válida. En consecuencia, proponen como condiciones del uso de la autonomía las siguientes: a) las decisiones autónomas son decisiones intencionadas; b) tomadas con conocimiento de la actuación médica que se proponga, de su significado y de las consecuencias que de ella puedan derivarse y c) tomadas en ausencia de coacciones externas a la persona. Añadiendo, además, que a) debe ser vista como una condición absoluta pero b) y c) pueden presentarse en distintos grados.
T. Beauchamp es uno de los principales expertos norteamericanos en el tema de consentimiento informado, con lo que esta parte del libro resulta extremadamente clara y precisa en la descripción de los elementos que deben formar parte de todo consentimiento informado: las condiciones iniciales, el componente informativo y los elementos de consentimiento o de no consentimiento.
Un ejemplo del método utilizado por los autores se hace aquí evidente: al hablar de la exposición de la información al enfermo proponen el uso del criterio subjetivo, es decir que se haga depender de las necesidades específicas de información que cada persona manifieste, prescindiendo de criterios abstractos como el de la "persona razonable" o el "médico razonable".
Otro ejemplo puede ser cómo abordan los autores la cuestión del llamado "privilegio terapéutico" en este punto, es decir la omisión intencionada de información al enfermo porque el médico juzga que no hacerlo le ocasionaría al enfermo un perjuicio previsible, enfermo considerado depresivo (pero no aquejado de una depresión tratable, cosa claramente distinta), emocionalmente frágil o especialmente angustiado; esos perjuicios potenciales se entienden como precipitar decisiones consideradas irracionales, provocar ansiedad o estrés. Los autores nos dicen que en sentido restringido el privilegio terapéutico equivaldría a valorar que la revelación de la información médica (o de parte significativa de la misma) causaría a este enfermo un trastorno tal que le incapacitaría para hacer uso de su autonomía y, por tanto, podría estar justificado. Lo que pasa es que entendido el privilegio terapéutico en sentido laxo, que es como corrientemente se entiende, lo que pretende conseguir es una sobreprotección imposible de alcanzar: se quiere proteger al enfermo de la enfermedad por el procedimiento de negarla, con lo cual no se favorece en absoluto la necesaria aceptación de la enfermedad. Es este uso laxo el que es considerado incorrecto.
Con esos dos ejemplos podemos ver como los autores evitan proponer reglas de aplicación universal, sino que en función de las circunstancias de cada caso se deberá dar predominancia a uno u otro Principio (y las correspondientes reglas derivadas) como el mejor camino para defender y respetar la autonomía del enfermo. Este pragmatismo sin duda resulta muy útil en la práctica asistencial, aunque tal vez su aplicación resulte más difícil: ¿cómo evitar los prejuicios o las inclinaciones del propio médico o de los familiares del enfermo?, y, además, exige un nivel de justificación ética de la decisión que se tome propio de expertos.
Sobre el Principio de No maleficencia:
Los autores abordan especialmente la toma de decisiones acerca de tratamientos de soporte vital y la asistencia la morir, decisiones que deben integrar juicios ponderados sobre la calidad de vida del enfermo y no rechazarlos sistemáticamente, afirmando que si el marco de referencia que exponen fuera tenido en consideración ello modificaría sustancialmente los hábitos y las pautas de actuación médicas actuales.
Distinguen entre obligaciones de no maleficencia (no debe infringirse daño intencionadamente) y de beneficencia (prevenir el daño, evitándolo o rechazándolo activamente y hacer o procurar el bien) en base a que las primeras implican abstenerse de llevar a cabo acciones que puedan causar daño, mientras que las segundas ayudan activamente a las demás personas. Los médicos están obligados a prever y a evitar los daños y perjuicios que sean evitables: lo contrario es negligencia.
Pero, como todos, éste es también un Principio prima facie. Resulta interesante cómo los autores rechazan cualquier regla práctica que utilice la diferencia -la supuesta diferencia, afirman- moral entre: no iniciar o interrumpir un tratamiento de soporte vital; entre tratamientos ordinarios (o habituales) y extraordinarios (o "heroicos"); entre alimentación artificial y técnicas de soporte vital y entre efectos intencionados y efectos previsibles. Proponen sustituir todas esas supuestas distinciones por la diferenciación entre tratamientos obligatorios y tratamientos optativos e introducir en la decisión el balance entre beneficios y perjuicios basado en la calidad de vida del propio enfermo.
Por lo que se refiere al tema de la justificación de la ayuda médica al morir (tema que incluye tanto supuestos de suspensión o no instauración de tratamientos de soporte vital como la eutanasia activa voluntaria) los autores aplican su esquema de razonamiento habitual en un claro ejercicio de coherencia: causar la muerte de un enfermo es prima facie incorrecto, pero algunas circunstancias pueden convertir la misma acción en correcta. Especifican las condiciones que, a su juicio, pueden justificar el suicidio médicamente asistido y manifiestan su creencia de que los posibles abusos en este campo pueden ser controlados social y judicialmente.
Las relaciones entre profesionales sanitarios y enfermos:
En este capítulo puede el lector comprobar cómo se concreta el uso de los Principios éticos en biomedicina en aspectos muy precisos de la relación asistencial: la veracidad, la intimidad, la confidencialidad y la fidelidad entendidas como virtudes propias del buen hacer de los profesionales sanitarios.
Comentemos únicamente algunas de las conclusiones a las que llegan acerca de la intimidad y confidencialidad. Revelar y divulgar datos íntimos de las personas, como las que hacen referencia a su salud, es atentar contra el derecho a la privacidad y descubrir esos datos si se ha tenido acceso a ellos en el contexto de una relación asistencial significa romper la debida confidencialidad. La postura defendida en el libro es que los médicos tienen derecho a revelar información confidencial en aquellas circunstancias en que una persona no tiene el derecho de exigir que se mantenga la confidencialidad. Por ejemplo: situaciones de malos tratos o propósitos asesinos reiterados y muy concretos. Este derecho se convierte en obligación cuando exista grave peligro para terceros y esos riesgos aparecen moralmente superiores al daño originado por la ruptura de la confidencialidad: cuanto más graves y más probables sean dichos riesgos más aumenta el peso de la obligación de no mantener la confidencialidad. Aquí el cálculo de riesgos/beneficios se enmarca socialmente en términos de previsión de daños. En esta línea, los autores toman una posición bien clara respecto de casos relacionados con enfermos de SIDA o seropositivos de acuerdo con lo que estableció en su día la A.M.A., justificándolo en base a buscar la disminución del riesgo de muerte.
El libro concluye, antes del Apéndice, no hablando ya de Principios o de obligaciones éticas, sino de virtudes, de las virtudes que debería poseer idealmente el profesional sanitario: la compasión, el discernimiento, la confiabilidad y la integridad. Es decir, en especial, la virtud de mostrar empatía con el malestar y el sufrimiento de los demás y la habilidad de llegar a juicios y a decisiones sin ser indebidamente influidos por factores de índole muy personal o emocional; en definitiva, la prudencia de la que hablaba Aristóteles. Y, naturalmente, interpretan esa virtud del discernimiento como la capacidad de saber qué Principios o reglas resultan relevantes en las diversas circunstancias y en qué sentido lo son; es decir, como el aprendizaje requerido para aplicar esa compleja caracterización de los Principios éticos en biomedicina como deberes prima facie.
La confiabilidad, es decir, confiar en que el otro (el médico y el enfermo o sus allegados) actuará de acuerdo con las normas morales, la ven los autores como una virtud en franco retroceso, lo cual ha propiciado enormemente la llamada medicina defensiva.
La integridad, o la coherencia con los valores propios a lo largo de la existencia de las personas, exige el respeto para con las convicciones morales de las personas y nos platea directamente los temas de la "objeción de conciencia" y de la "actuación en conciencia" como formas contrapuestas de vivir esa integridad moral.
El sentido de la virtud y, en su más alto grado, de la excelencia moral propios de Aristóteles impregna la última parte del libro en las que se propone como muy necesaria la recuperación moderna de la excelencia moral. En este caso, los ideales morales podrían sustituir los deberes y las obligaciones, sin que necesariamente hiciera falta ser ni un "héroe" ni un "santo".
En el Apéndice se incluyen numerosos casos prácticos cuyo análisis puede ser un buen ejercicio para el lector atento de este libro. Pueden servirle, además, para comprobar por uno mismo si el método que los autores proponen resulta, a parte de útil, sencillo de usar o no y, en cualquier caso, si es posible llegar a la toma de decisiones éticamente correctas sin echar mano de ninguna jerarquización entre deberes u obligaciones éticos que no sea simplemente coyuntural.
Albert Royes i Qui
Secretario de la Comisión de Bioética de la Universitat de Barcelona
*Artículo publicado en los materiales del Máster en Bioética y Derecho de la Universitat de Barcelona
La Dra. Gemma Marfany participa a "Pessics de Ciència" parlant sobre la pel·lícula "Gattaca" (Andrew Nicol, 1997) des d'un punt de vista bioètic.
No hi ha un gen que expliqui l’esperit. La genètica dóna un ventall de possibilitats, no un determinisme absolut. Quin és el límit de la genètica i la seva manipulació? Què és un gen desitjable?
S'ha publicat en el Butlletí Oficial de les Corts Generals del Congrés dels Diputats, el 27 de febrer de 2015, la Proposició de Llei Orgànica per a reforçar la protecció de les menors i dones amb capacitat modificada judicialment en la interrupció voluntària de l'embaràs, presentada pel Grup Parlamentari Popular al Congrés.
El día 6 de maig de 2015 té lloc, a Barcelona, la Jornada "Història, Present i futur de les Càtedres UNESCO Catalanes", organitzada per Càtedres UNESCO Catalanes Unitwin. Amb la participació de la Càtedra UNESCO de Bioètica de la Universitat de Barcelona.
S'ha publicat el llibre "Bioética, Derecho y Sociedad", editat per la Dra. María Casado, titular de la Càtedra UNESCO de Bioètica UB i directora de l'Observatori de Bioètica i Dret i del Màster en Bioètica i Dret de la Universitat de Barcelona. L'obra, publicada per l'Editorial Trotta, ha estat reeditada a partir de l'obra del mateix títol publicada el 1998. No obstant això, aquesta nova edició ha estat revisada i augmentada, adaptant el seu enfocament als problemes bioètics de la societat actual.
La globalització ha comportat un context diferent per a la Bioètica. Avui els principals problemes no tenen ja tant a veure amb l'impacte de la ciència i la tecnologia com amb el dels diners, ja no es centren tant en l'autonomia dels pacients com en la justícia. La ideologia neoliberal ha comportat una desigualtat creixent en l'accés a l'atenció sanitària i als beneficis de la investigació. S'han minimitzat els mecanismes de protecció social i l'«estat de benestar» s'està privatitzant. El pas de pacients a ciutadans ha derivat en la transformació dels ciutadans en consumidors i, per això mateix, les persones, grups i poblacions són ara més vulnerables que abans.
Fa disset anys, la primera edició d'aquest llibre posava especial atenció sobre les conseqüències dels impactants descobriments tecnocientífics i les seves aplicacions biotecnològiques i biomèdiques. Plantejava així la necessitat de respondre a les preguntes de novetat radical que van donar origen a la Bioètica, camp interdisciplinari on els hi hagi, ple d'interès i d'interessos, de preguntes i de respostes (freqüentment contraposades) entre les quals cal triar. Ara, aquesta nova edició -revisada i augmentada- dóna compte de l'evolució tant dels problemes tractats com dels enfocaments dels seus autors.
La Dra. Lidia Buisán participa al programa de televisió "Internauta" de la cadena VilaWebTV, parlant sobre la comercialització de dades sanitàries, Big Data de salut.
Actualment, les tecnologies de 'big data' permeten d'abordar i de gestionar anàlisis amb un gran volum de dades de molta complexitat. En el cas de la sanitat, l'ús i la comercialització d'informació personal és un àmbit molt sensible i que incorpora riscs i amenaces a la intimitat. D'això va alertar el document 'Bioètica i big data en salut', elaborat per l'Observatori de Bioètica i Dret (OBD) de la Universitat de Barcelona amb la col·laboració del Grup de Recerca de Dret Privat, Consum i Noves Tecnologies. L'estudi partia de dos eixos: la necessitat d'obrir un debat social informat i previ a cap decisió política sobre l'ús d'aquestes dades sanitàries, d'una banda, i la vulneració del caràcter anònim de les dades amb l'aplicació de la tecnologia de dades en massa, d'una altra. La intenció era de crear una 'cultura de la intimitat' en un context en què les dades personals han esdevingut un element estratègic de la societat de la informació i, a més, proposar mesures per a garantir els drets dels afectats.
Les Dres. Gemma Marfany i Itziar de Lecuona participen al programa "Divendres" de TV3, parlant sobre proves de paternitat. L'Observatori de Bioètica i Dret UB va publicar al 2006 el Document sobre proves genètiques de filiació, coordinat per A. Carracedo, M. Casado y R. Gonzàlez-Duarte, de lliure consulta: www.bioeticaidret.cat/documents
El dia 17 d'abril del 2015 té lloc, a Barcelona, la 4ª Jornada de l'Hospital de Barcelona sobre patologia de l'embaràs: creixement intrauterí restringit (CIR) i reproducció assistida, organitzades per SCIAS Hospital de Barcelona. La Dra. María Casado, titular de la Càtedra UNESCO de Bioètica UB i directora de l'Observatori de Bioètica i Dret i del Màster en Bioètica i Dret de la Universitat de Barcelona, participa amb la Conferència "Conflictes bioètics en reproducció assistida".
El secreto de Vera Drake
2004, Reino Unido. Dirigida por Mike Leigh.
El secreto de Vera Drake era éste: ayudaba a abortar a mujeres pobres. Y el nuestro, aunque sea a voces, es éste otro: en España se puede abortar más o menos libremente (aunque el aborto es un delito contenido en el Código Penal). Pero vayamos primero con el de Vera. Nos lo contó hace un par de años Mike Leigh, que tuvo el acierto de rodar su historia, la de una mujer inglesa que en el Londres de 1950 fue arrestada, procesada y condenada a treinta meses de cárcel por haber practicado un aborto clandestino. Fue el último de una larga lista, porque Vera Drake llevaba haciéndolo ni se sabe el tiempo, ni ella misma podía decirlo con certeza, aunque admitió que quizá en torno a veinte años, y la película nos muestra unas cuantas instancias de esa lista, que nos hablan, entre otras cosas, de las varias razones que pueden llevar a una mujer a abortar (falta de medios económicos o de un lugar decente donde vivir, tener que ocuparse ya de varios hijos, haber sido violada...). Nunca hubo complicaciones, porque parece que Vera era una mujer escrupulosa que conocía lo que se traía entre manos, salvo en ese último caso, que dio con la mujer en el hospital y con la policía tras su rastro.
La película de Mike Leigh, excelente, está dividida en dos partes. La primera nos muestra la vida cotidiana de Vera (interpretada de manera soberbia por Imelda Staunton), una mujer de unos cincuenta años, pequeñita y casi analfabeta, que trabaja limpiando casas de familias acomodadas y se ocupa, además, de su marido y de sus dos hijos, de su madre anciana y enferma, y de una familia amiga sumida en la pobreza y la depresión. Vera hace todo eso y además lo hace con alegría y casi entusiasmo, en un entorno en el que no sobra mucho de eso, el de la Inglaterra trabajadora de la posguerra. Además, muchas tardes, después de acabar con la faena cotidiana, Vera recoge su instrumental y se acerca hasta la casa de alguna mujer que necesita de su ayuda. En pocos minutos hace lo que tiene que hacer y, sin pedir nada a cambio, se marcha, camino de su casa, o de la de su madre, o de la de los vecinos, donde también necesitan de su ayuda. La segunda parte de la película comienza, de manera dramática, el día en que en casa de Vera están celebrando el compromiso matrimonial de su hija, una muchacha poco agraciada física e intelectualmente, pero que, gracias de nuevo a los buenos oficios de Vera, ha trabado relación con un joven vecino, tampoco muy guapo ni muy listo, pero sí honrado y trabajador. Es uno de los pocos días realmente felices para Vera, que se verá interrumpido por la visita inesperada de la policía, informada por los médicos del hospital donde atendieron a Pamela Barnes, la mujer cuyo aborto se complicó y que, presionada, confesó el nombre de Vera. Ahí comienza su calvario, el de los interrogatorios, detención, más interrogatorios, comparecencias ante el juez, libertad condicional, la incomprensión y hostilidad de su propio hijo, el juicio, la sentencia y la prisión. Allí la deja Mike Leigh, sin darnos el respiro de saber qué fue de ella después, si cumplió la condena íntegra (una integridad tan del cruel gusto de nuestro tiempo) o salió antes, y qué fue de su vida. Sólo sabemos que fuera queda su familia, en el comedor de casa, sola, abandonada, como todos aquellos de los que cuidaba Vera, para quienes el daño de su ausencia es irreparable; salvo, claro está, para las familias ricas cuyas casas limpiaba; sentirán su falta, porque hacía bien su trabajo, pero encontrarán a otra, porque los trabajadores son fungibles.
Vera Drake bien merecía la película que le ha dedicado Mike Leigh. Son mujeres como ella las que sostienen buena parte del andamiaje social, encargadas del cuidado de los demás: de su casa, de su comida y de su vestido, de su limpieza, de su estado de ánimo e incluso de su futura felicidad conyugal. Siendo todo esto evidente, sin embargo, son mujeres que ocupan un lugar secundario en el imaginario social, incluso después de la incorporación de las mujeres al ámbito de lo público, porque son éstas, las que han accedido a este ámbito, de tradición masculina, las que son valoradas por sí mismas o como símbolo de la capacidad femenina de superación. En cambio, las mujeres que siguen ocupándose del cuidado de los demás, las que estructuran y soportan casi todo el peso del mundo privado y cotidiano, siguen siendo invisibles, inexistentes política y jurídicamente; y quizá no puede ser de otro modo en tanto no se venga abajo el muro que separa de modo artificioso lo público y lo privado, y no parece que sea mañana, porque cuenta con el grueso contrafuerte del pensamiento liberal.
La película, pues, es himno a un feminismo no consciente, ni formalizado ni teorizado, pero efectivo y evidente, expresado como solidaridad de clase y de género. Lo sería incluso si Vera no tuviese su secreto, pero lo es más porque lo tiene: en el aborto clandestino se expresa la resistencia frente a la dominación masculina y burguesa. Masculina porque la prohibición del aborto supone la máxima intromisión del varón en la vida de la mujer, al apoderarse del control de su propio cuerpo. Y particularmente burguesa en el sentido de que la prohibición no alcanza a las mujeres de esa clase, como bien muestra el contraste entre los abortos clandestinos e ilegales que practica Vera y el aborto público y legal de la hija de la señora Fowler, que tiene los medios para conseguir que un psiquiatra declare, con una base de lo más inconsistente, que el aborto es procedente para evitar el posible nacimiento de un bebé con problemas mentales (el médico de cabecera le tranquiliza de antemano a ese respecto: “al psiquiatra le cuentas cualquier rollo”), y que tiene también los medios para pagar la clínica en el que el aborto se realizará. Eso sí, al precio de la hipocresía, la de todos los que participan en el proceso, y de la ocultación familiar y social de lo sucedido, además de las cien guineas, precio inasequible para cualquier mujer trabajadora de la época. Por cierto que el caso de Miss Fowler permite ampliar un poco más el catálogo de las muchas razones que explican y justifican la interrupción del embarazo: el suyo fue el producto de una violación. De este modo podemos comprender que el problema del aborto no es sólo un problema de clase social, como podría deducirse de los demás casos que aparecen en la película, sino también un problema de género, ahora en el sentido de que son los hombres los que violan el cuerpo de las mujeres y no al revés.
El carácter sexual y clasista de la dominación que expresa la prohibición del aborto acaba por mostrarse en la segunda parte, cuando el derecho irrumpe en la vida de Vera como elefante en cacharrería, atreviéndose a tocar con mano fría y áspera su cuerpo breve, atreviéndose a invadir su hogar en el día más feliz y a arrancarla de los suyos. El derecho que, por boca de policías, abogados y jueces, se atreve a hablarle en un inglés refinado y técnico, tan alejado del suyo, un inglés tosco y parco, pero mucho más cálido y expresivo. Son varones y son burgueses los que gestionan la creación y la aplicación del derecho, lo eran entonces y parece que no han dejado todavía de serlo del todo, ellos o, en su nombre, sus fieles servidores. En la distancia, ante el ojo del espectador, el metro y medio de mujer analfabeta que es Vera Drake se alza solitario contra todo ese negro entramado. Por eso es justo que la película se titule, sólo, Vera Drake (la alusión a su secreto sólo figura en la versión española), en su honor y también en honor de todas esas otras mujeres que, en cierto sentido, sólo se tienen a sí mismas.
El secreto de Vera Drake es, que yo sepa, una de las pocas películas que se ocupan del aborto. Recuerdo ahora Las normas de la casa de la sidra, de 1999, que alcanzó cierta notoriedad, y la española Colegas, de 1982, dirigida por el hace poco fallecido, y siempre infravalorado, Eloy de la Iglesia. No es, desde luego, gran cosecha y no sé si será un síntoma de sexismo cinematográfico. Por eso los interesados en el reflejo fílmico de los problemas bioéticos encontrarán particularmente atractiva una película se centre en la práctica de la interrupción del embarazo. Más allá de ese escaso interés del cine por la cuestión, da la sensación de que en tiempos de anticonceptivos, técnicas de reproducción asistida y población envejecida, el problema del aborto ha pasado a un segundo plano, cediendo el protagonismo a otros como los de la eutanasia, clonación o manipulación de embriones. Y, sin embargo, el aborto es una cuestión bioética fundamental, tanto porque no es todavía un problema del pasado sino muy del presente, como mostraré después, sino también porque al pensarlo nos vemos obligados a pensar algunas de las categorías generales de la bioética, tales como las de vida humana, individuo o dignidad. El relato que Mike Leigh hace de Vera Drake permite observar cómo el aborto es una práctica cuyo significado ha sido construido socialmente, o mejor, que posee varios significados construidos socialmente. Para Vera, lo que ella hace no tiene siquiera el nombre de “aborto”; ella se limita a ayudar a quien lo necesita, a quien no puede valerse por sí misma y, con mayor precisión, “a hacer que ellas sangren de nuevo”. Podría verse aquí una reconfiguración cínica e interesada de la práctica, es cierto, pero no necesariamente y, desde luego, no más interesada ni más cínica que la que califica el aborto como “asesinato de niños” (el propio hijo de Vera, sin ir más lejos, aunque en su caso, como en el de la mayoría, prevalece más bien la ignorancia y el simple prejuicio). En todo caso, insisto, la película permite observar el contraste entre dos construcciones bien distintas del sentido de la práctica abortiva, sea como un problema físico que hay que resolver antes de que se convierta en otra cosa bien distinta (un embarazo no deseado), que es como lo ven Vera Drake o las mujeres a las que ayuda; o sea como una práctica deliberada consistente en privar de la vida a un ser humano, siquiera sea en proyecto, y en consecuencia ilegalizada y penalizada, que es como lo ven, entre otros, los policías y juristas varios que aparecen en la segunda parte de la película (que podrían comprender o incluso justificar a Vera, pero que están obligados a mirarla a través de los anteojos necesariamente rígidos del derecho vigente, porque esa es la mirada que su profesión les requiere). Ya he hecho alusión a la doble dominación sexista y clasista que se expresa mediante la penalización del aborto; a eso hay que añadir la consideración aislada del fenómeno o, cuando no es así, contexualizada de manera inconveniente o a cargo de individuos incompetentes. La película muestra ambas cosas y ambas cosas resultan absurdas. Por una parte, Vera Drake es juzgada por haber practicado un aborto clandestino sin, parece, tener en cuenta la dificultad de abortar de otra manera, la condición económica y familiar de las interesadas o la vocación samaritana de la autora. Por otra parte, podemos observar cómo la legalidad de la práctica abortiva depende de la participación de sujetos que poco o nada tienen que ver con los intereses en juego, a saber, de la participación de un médico de cabecera o de un psiquiatra como los de la película. Esto es: el derecho se equivoca tanto cuando considera el aborto de manera aislada como cuando libra a los profesionales de la medicina la facultad de determinar en qué condiciones el contexto justifica el aborto. Más claro: ¿cómo es posible que no sea la propia mujer la que esté legitimada jurídicamente para decidir sobre la conveniencia o inconveniencia de un aborto practicado en su propio cuerpo?
La historia de Vera Drake merecería haber sido contada incluso si el aborto ya no fuese un problema; pero lo es, y lo es particularmente en nuestro país, aunque ya no se hable apenas de él. Según los datos del Ministerio de Sanidad, en 2004 (no tengo datos más recientes) se practicaron en España unos 85.000 abortos legales, lo que supuso un 6% más que el año anterior y una tasa de 8,94 abortos por cada mil mujeres en edad fértil y del 15% del total de los embarazos. Según nuestro derecho, los abortos legales son una excepción a la regla general de su prohibición, y son, como se sabe, de tres tipos que conviene recordar: aborto eugenésico (cuando el feto presenta malformaciones graves), aborto terapéutico (cuando la vida o la salud física o psíquica de la madre corren grave peligro) o aborto ético (cuando el embarazo es el producto de una violación). Pues bien, de esos 85.000 abortos, el 96,7% fueron terapéuticos, el 3,06% fueron eugenésicos y sólo el 0,02% fueron éticos. Además, la inmensa mayoría de los abortos, un 97% en 2003, se realiza en centros privados, generalmente clínicas pequeñas (supongo que dedicadas específicamente a la interrupción del embarazo). En cuatro comunidades autónomas (Castilla la Mancha, Castilla y León, Extremadura y Murcia) no se puede abortar en centro público alguno y en una (Navarra) no hay ningún centro, ni público ni privado, autorizado para la práctica del aborto.
Estos pocos datos ilustran cuál es nuestro secreto y cuál nuestro problema. Nuestro secreto es que, aunque el aborto es un delito en España, en la práctica puede abortarse libremente porque hay acuerdo de los implicados (mujeres, médicos, fiscales, jueces) en no perseguir un delito tal. El camino para lograrlo es calificar a la mayoría de los abortos como abortos terapéuticos, considerando que está en riesgo la salud (creo que casi siempre psíquica) de la madre. Por lo que sé, es suficiente con que una mujer manifieste su voluntad de abortar de modo más o menos consistente para que la clínica a la que se ha dirigido gestione los informes médicos necesarios que acrediten el peligro que supondría para su salud continuar con el embarazo. Lo que se está haciendo es equiparar sin más la frustración del deseo de abortar con el grave riesgo para la salud de la madre, de donde se deduce que cualquier mujer que desee abortar está en condiciones de hacerlo legalmente, bajo la indicación terapéutica; pero eso, desde luego, no puede ser lo que la norma quiere decir. Es, eso sí, un secreto a voces: el aborto está idealmente prohibido, pero no realmente. Lo único que pasa es que hay que pagarlo, porque abortar en un centro público parece ser bastante difícil; pero entonces no todas las mujeres son igualmente libres para abortar: como en la Inglaterra de Vera Drake, parece que también en la España del siglo XXI las mujeres pobres tienen más dificultades para abortar que las demás.
La sensación que da es que la cuestión del aborto se ha cerrado en falso y por eso sigue siendo un problema. Haberlo cerrado en falso, allá por 1983 (el artículo 417 bis del viejo Código Penal sigue extrañamente vigente), manteniendo su prohibición pero abriendo las vías de los supuestos despenalizados (sobre todo, como vemos, el del peligro para la salud de la madre), pudo haber sido una forma rápida de permitir que, de facto, las mujeres puedan abortar cuando lo deseen, siquiera sea pagando, sin que la Iglesia católica y los partidos conservadores pusieran el grito en el cielo (y, de hecho, ahora ya les preocupa más el matrimonio homosexual o el mantenimiento de la financiación estatal de las prácticas e instituciones religiosas). Así resulta que nos encontramos con un caso interesante para los estudiosos del derecho: el de una norma radicalmente ineficaz (la que prohíbe el aborto) que no supone un fracaso del legislador, sino todo lo contrario. Sin embargo, las mujeres (y todos en general) no deberían darse por satisfechas, porque la libertad de abortar exige, todavía hoy, el precio de la hipocresía y de la ocultación. El derecho obliga a las mujeres a mentir sobre las razones verdaderas que justifican su aborto y, de paso, lo convierte en una circunstancia sanitaria supuestamente excepcional en vez de ser considerado un problema ordinario de salud reproductiva del que se ocupase de forma igualmente ordinaria y gratuita la sanidad pública.
En definitiva, las cosas están mejor que en los tiempos de Vera Drake, y alguno pensará que bastante bien están a este respecto, pero la historia de Vera Drake nos recuerda no sólo los tiempos pasados sino también los nuestros, porque, como entonces, las mujeres todavía no controlan su cuerpo; pueden abortar, pero tienen que mentir sobre el por qué; pueden abortar, pero eso no forma parte de su derecho a la salud y a la sanidad básicas. Detrás de ello lo que asoma es una cierta construcción ideológica del aborto que aún mantiene parte de la fuerza que tuvo antaño, y que, por eso, la bioética debe seguir revisando y cuestionando.
Ricardo García Manrique
Profesor Titular de Filosofía del Derecho, Universitat de Barcelona
*Artículo publicado en la Revista de Bioética y Derecho, no. 8 (2006)