Cátedra UNESCO de Bioética

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"El secreto de Vera Drake" y nuestro secreto: aborto e hipocresía social

PortadaEl secreto de Vera Drake
2004, Reino Unido. Dirigida por Mike Leigh.

El secreto de Vera Drake era éste: ayudaba a abortar a mujeres pobres. Y el nuestro, aunque sea a voces, es éste otro: en España se puede abortar más o menos libremente (aunque el aborto es un delito contenido en el Código Penal). Pero vayamos primero con el de Vera. Nos lo contó hace un par de años Mike Leigh, que tuvo el acierto de rodar su historia, la de una mujer inglesa que en el Londres de 1950 fue arrestada, procesada y condenada a treinta meses de cárcel por haber practicado un aborto clandestino. Fue el último de una larga lista, porque Vera Drake llevaba haciéndolo ni se sabe el tiempo, ni ella misma podía decirlo con certeza, aunque admitió que quizá en torno a veinte años, y la película nos muestra unas cuantas instancias de esa lista, que nos hablan, entre otras cosas, de las varias razones que pueden llevar a una mujer a abortar (falta de medios económicos o de un lugar decente donde vivir, tener que ocuparse ya de varios hijos, haber sido violada...). Nunca hubo complicaciones, porque parece que Vera era una mujer escrupulosa que conocía lo que se traía entre manos, salvo en ese último caso, que dio con la mujer en el hospital y con la policía tras su rastro.

La película de Mike Leigh, excelente, está dividida en dos partes. La primera nos muestra la vida cotidiana de Vera (interpretada de manera soberbia por Imelda Staunton), una mujer de unos cincuenta años, pequeñita y casi analfabeta, que trabaja limpiando casas de familias acomodadas y se ocupa, además, de su marido y de sus dos hijos, de su madre anciana y enferma, y de una familia amiga sumida en la pobreza y la depresión. Vera hace todo eso y además lo hace con alegría y casi entusiasmo, en un entorno en el que no sobra mucho de eso, el de la Inglaterra trabajadora de la posguerra. Además, muchas tardes, después de acabar con la faena cotidiana, Vera recoge su instrumental y se acerca hasta la casa de alguna mujer que necesita de su ayuda. En pocos minutos hace lo que tiene que hacer y, sin pedir nada a cambio, se marcha, camino de su casa, o de la de su madre, o de la de los vecinos, donde también necesitan de su ayuda. La segunda parte de la película comienza, de manera dramática, el día en que en casa de Vera están celebrando el compromiso matrimonial de su hija, una muchacha poco agraciada física e intelectualmente, pero que, gracias de nuevo a los buenos oficios de Vera, ha trabado relación con un joven vecino, tampoco muy guapo ni muy listo, pero sí honrado y trabajador. Es uno de los pocos días realmente felices para Vera, que se verá interrumpido por la visita inesperada de la policía, informada por los médicos del hospital donde atendieron a Pamela Barnes, la mujer cuyo aborto se complicó y que, presionada, confesó el nombre de Vera. Ahí comienza su calvario, el de los interrogatorios, detención, más interrogatorios, comparecencias ante el juez, libertad condicional, la incomprensión y hostilidad de su propio hijo, el juicio, la sentencia y la prisión. Allí la deja Mike Leigh, sin darnos el respiro de saber qué fue de ella después, si cumplió la condena íntegra (una integridad tan del cruel gusto de nuestro tiempo) o salió antes, y qué fue de su vida. Sólo sabemos que fuera queda su familia, en el comedor de casa, sola, abandonada, como todos aquellos de los que cuidaba Vera, para quienes el daño de su ausencia es irreparable; salvo, claro está, para las familias ricas cuyas casas limpiaba; sentirán su falta, porque hacía bien su trabajo, pero encontrarán a otra, porque los trabajadores son fungibles.

Vera Drake bien merecía la película que le ha dedicado Mike Leigh. Son mujeres como ella las que sostienen buena parte del andamiaje social, encargadas del cuidado de los demás: de su casa, de su comida y de su vestido, de su limpieza, de su estado de ánimo e incluso de su futura felicidad conyugal. Siendo todo esto evidente, sin embargo, son mujeres que ocupan un lugar secundario en el imaginario social, incluso después de la incorporación de las mujeres al ámbito de lo público, porque son éstas, las que han accedido a este ámbito, de tradición masculina, las que son valoradas por sí mismas o como símbolo de la capacidad femenina de superación. En cambio, las mujeres que siguen ocupándose del cuidado de los demás, las que estructuran y soportan casi todo el peso del mundo privado y cotidiano, siguen siendo invisibles, inexistentes política y jurídicamente; y quizá no puede ser de otro modo en tanto no se venga abajo el muro que separa de modo artificioso lo público y lo privado, y no parece que sea mañana, porque cuenta con el grueso contrafuerte del pensamiento liberal.

La película, pues, es himno a un feminismo no consciente, ni formalizado ni teorizado, pero efectivo y evidente, expresado como solidaridad de clase y de género. Lo sería incluso si Vera no tuviese su secreto, pero lo es más porque lo tiene: en el aborto clandestino se expresa la resistencia frente a la dominación masculina y burguesa. Masculina porque la prohibición del aborto supone la máxima intromisión del varón en la vida de la mujer, al apoderarse del control de su propio cuerpo. Y particularmente burguesa en el sentido de que la prohibición no alcanza a las mujeres de esa clase, como bien muestra el contraste entre los abortos clandestinos e ilegales que practica Vera y el aborto público y legal de la hija de la señora Fowler, que tiene los medios para conseguir que un psiquiatra declare, con una base de lo más inconsistente, que el aborto es procedente para evitar el posible nacimiento de un bebé con problemas mentales (el médico de cabecera le tranquiliza de antemano a ese respecto: “al psiquiatra le cuentas cualquier rollo”), y que tiene también los medios para pagar la clínica en el que el aborto se realizará. Eso sí, al precio de la hipocresía, la de todos los que participan en el proceso, y de la ocultación familiar y social de lo sucedido, además de las cien guineas, precio inasequible para cualquier mujer trabajadora de la época. Por cierto que el caso de Miss Fowler permite ampliar un poco más el catálogo de las muchas razones que explican y justifican la interrupción del embarazo: el suyo fue el producto de una violación. De este modo podemos comprender que el problema del aborto no es sólo un problema de clase social, como podría deducirse de los demás casos que aparecen en la película, sino también un problema de género, ahora en el sentido de que son los hombres los que violan el cuerpo de las mujeres y no al revés.

El carácter sexual y clasista de la dominación que expresa la prohibición del aborto acaba por mostrarse en la segunda parte, cuando el derecho irrumpe en la vida de Vera como elefante en cacharrería, atreviéndose a tocar con mano fría y áspera su cuerpo breve, atreviéndose a invadir su hogar en el día más feliz y a arrancarla de los suyos. El derecho que, por boca de policías, abogados y jueces, se atreve a hablarle en un inglés refinado y técnico, tan alejado del suyo, un inglés tosco y parco, pero mucho más cálido y expresivo. Son varones y son burgueses los que gestionan la creación y la aplicación del derecho, lo eran entonces y parece que no han dejado todavía de serlo del todo, ellos o, en su nombre, sus fieles servidores. En la distancia, ante el ojo del espectador, el metro y medio de mujer analfabeta que es Vera Drake se alza solitario contra todo ese negro entramado. Por eso es justo que la película se titule, sólo, Vera Drake (la alusión a su secreto sólo figura en la versión española), en su honor y también en honor de todas esas otras mujeres que, en cierto sentido, sólo se tienen a sí mismas.

El secreto de Vera Drake es, que yo sepa, una de las pocas películas que se ocupan del aborto. Recuerdo ahora Las normas de la casa de la sidra, de 1999, que alcanzó cierta notoriedad, y la española Colegas, de 1982, dirigida por el hace poco fallecido, y siempre infravalorado, Eloy de la Iglesia. No es, desde luego, gran cosecha y no sé si será un síntoma de sexismo cinematográfico. Por eso los interesados en el reflejo fílmico de los problemas bioéticos encontrarán particularmente atractiva una película se centre en la práctica de la interrupción del embarazo. Más allá de ese escaso interés del cine por la cuestión, da la sensación de que en tiempos de anticonceptivos, técnicas de reproducción asistida y población envejecida, el problema del aborto ha pasado a un segundo plano, cediendo el protagonismo a otros como los de la eutanasia, clonación o manipulación de embriones. Y, sin embargo, el aborto es una cuestión bioética fundamental, tanto porque no es todavía un problema del pasado sino muy del presente, como mostraré después, sino también porque al pensarlo nos vemos obligados a pensar algunas de las categorías generales de la bioética, tales como las de vida humana, individuo o dignidad. El relato que Mike Leigh hace de Vera Drake permite observar cómo el aborto es una práctica cuyo significado ha sido construido socialmente, o mejor, que posee varios significados construidos socialmente. Para Vera, lo que ella hace no tiene siquiera el nombre de “aborto”; ella se limita a ayudar a quien lo necesita, a quien no puede valerse por sí misma y, con mayor precisión, “a hacer que ellas sangren de nuevo”. Podría verse aquí una reconfiguración cínica e interesada de la práctica, es cierto, pero no necesariamente y, desde luego, no más interesada ni más cínica que la que califica el aborto como “asesinato de niños” (el propio hijo de Vera, sin ir más lejos, aunque en su caso, como en el de la mayoría, prevalece más bien la ignorancia y el simple prejuicio). En todo caso, insisto, la película permite observar el contraste entre dos construcciones bien distintas del sentido de la práctica abortiva, sea como un problema físico que hay que resolver antes de que se convierta en otra cosa bien distinta (un embarazo no deseado), que es como lo ven Vera Drake o las mujeres a las que ayuda; o sea como una práctica deliberada consistente en privar de la vida a un ser humano, siquiera sea en proyecto, y en consecuencia ilegalizada y penalizada, que es como lo ven, entre otros, los policías y juristas varios que aparecen en la segunda parte de la película (que podrían comprender o incluso justificar a Vera, pero que están obligados a mirarla a través de los anteojos necesariamente rígidos del derecho vigente, porque esa es la mirada que su profesión les requiere). Ya he hecho alusión a la doble dominación sexista y clasista que se expresa mediante la penalización del aborto; a eso hay que añadir la consideración aislada del fenómeno o, cuando no es así, contexualizada de manera inconveniente o a cargo de individuos incompetentes. La película muestra ambas cosas y ambas cosas resultan absurdas. Por una parte, Vera Drake es juzgada por haber practicado un aborto clandestino sin, parece, tener en cuenta la dificultad de abortar de otra manera, la condición económica y familiar de las interesadas o la vocación samaritana de la autora. Por otra parte, podemos observar cómo la legalidad de la práctica abortiva depende de la participación de sujetos que poco o nada tienen que ver con los intereses en juego, a saber, de la participación de un médico de cabecera o de un psiquiatra como los de la película. Esto es: el derecho se equivoca tanto cuando considera el aborto de manera aislada como cuando libra a los profesionales de la medicina la facultad de determinar en qué condiciones el contexto justifica el aborto. Más claro: ¿cómo es posible que no sea la propia mujer la que esté legitimada jurídicamente para decidir sobre la conveniencia o inconveniencia de un aborto practicado en su propio cuerpo?

La historia de Vera Drake merecería haber sido contada incluso si el aborto ya no fuese un problema; pero lo es, y lo es particularmente en nuestro país, aunque ya no se hable apenas de él. Según los datos del Ministerio de Sanidad, en 2004 (no tengo datos más recientes) se practicaron en España unos 85.000 abortos legales, lo que supuso un 6% más que el año anterior y una tasa de 8,94 abortos por cada mil mujeres en edad fértil y del 15% del total de los embarazos. Según nuestro derecho, los abortos legales son una excepción a la regla general de su prohibición, y son, como se sabe, de tres tipos que conviene recordar: aborto eugenésico (cuando el feto presenta malformaciones graves), aborto terapéutico (cuando la vida o la salud física o psíquica de la madre corren grave peligro) o aborto ético (cuando el embarazo es el producto de una violación). Pues bien, de esos 85.000 abortos, el 96,7% fueron terapéuticos, el 3,06% fueron eugenésicos y sólo el 0,02% fueron éticos. Además, la inmensa mayoría de los abortos, un 97% en 2003, se realiza en centros privados, generalmente clínicas pequeñas (supongo que dedicadas específicamente a la interrupción del embarazo). En cuatro comunidades autónomas (Castilla la Mancha, Castilla y León, Extremadura y Murcia) no se puede abortar en centro público alguno y en una (Navarra) no hay ningún centro, ni público ni privado, autorizado para la práctica del aborto.

Estos pocos datos ilustran cuál es nuestro secreto y cuál nuestro problema. Nuestro secreto es que, aunque el aborto es un delito en España, en la práctica puede abortarse libremente porque hay acuerdo de los implicados (mujeres, médicos, fiscales, jueces) en no perseguir un delito tal. El camino para lograrlo es calificar a la mayoría de los abortos como abortos terapéuticos, considerando que está en riesgo la salud (creo que casi siempre psíquica) de la madre. Por lo que sé, es suficiente con que una mujer manifieste su voluntad de abortar de modo más o menos consistente para que la clínica a la que se ha dirigido gestione los informes médicos necesarios que acrediten el peligro que supondría para su salud continuar con el embarazo. Lo que se está haciendo es equiparar sin más la frustración del deseo de abortar con el grave riesgo para la salud de la madre, de donde se deduce que cualquier mujer que desee abortar está en condiciones de hacerlo legalmente, bajo la indicación terapéutica; pero eso, desde luego, no puede ser lo que la norma quiere decir. Es, eso sí, un secreto a voces: el aborto está idealmente prohibido, pero no realmente. Lo único que pasa es que hay que pagarlo, porque abortar en un centro público parece ser bastante difícil; pero entonces no todas las mujeres son igualmente libres para abortar: como en la Inglaterra de Vera Drake, parece que también en la España del siglo XXI las mujeres pobres tienen más dificultades para abortar que las demás.

La sensación que da es que la cuestión del aborto se ha cerrado en falso y por eso sigue siendo un problema. Haberlo cerrado en falso, allá por 1983 (el artículo 417 bis del viejo Código Penal sigue extrañamente vigente), manteniendo su prohibición pero abriendo las vías de los supuestos despenalizados (sobre todo, como vemos, el del peligro para la salud de la madre), pudo haber sido una forma rápida de permitir que, de facto, las mujeres puedan abortar cuando lo deseen, siquiera sea pagando, sin que la Iglesia católica y los partidos conservadores pusieran el grito en el cielo (y, de hecho, ahora ya les preocupa más el matrimonio homosexual o el mantenimiento de la financiación estatal de las prácticas e instituciones religiosas). Así resulta que nos encontramos con un caso interesante para los estudiosos del derecho: el de una norma radicalmente ineficaz (la que prohíbe el aborto) que no supone un fracaso del legislador, sino todo lo contrario. Sin embargo, las mujeres (y todos en general) no deberían darse por satisfechas, porque la libertad de abortar exige, todavía hoy, el precio de la hipocresía y de la ocultación. El derecho obliga a las mujeres a mentir sobre las razones verdaderas que justifican su aborto y, de paso, lo convierte en una circunstancia sanitaria supuestamente excepcional en vez de ser considerado un problema ordinario de salud reproductiva del que se ocupase de forma igualmente ordinaria y gratuita la sanidad pública.

En definitiva, las cosas están mejor que en los tiempos de Vera Drake, y alguno pensará que bastante bien están a este respecto, pero la historia de Vera Drake nos recuerda no sólo los tiempos pasados sino también los nuestros, porque, como entonces, las mujeres todavía no controlan su cuerpo; pueden abortar, pero tienen que mentir sobre el por qué; pueden abortar, pero eso no forma parte de su derecho a la salud y a la sanidad básicas. Detrás de ello lo que asoma es una cierta construcción ideológica del aborto que aún mantiene parte de la fuerza que tuvo antaño, y que, por eso, la bioética debe seguir revisando y cuestionando.

Ricardo García Manrique
Profesor Titular de Filosofía del Derecho, Universitat de Barcelona
*Artículo publicado en la Revista de Bioética y Derecho, no. 8 (2006)