Blade Runner
1968, Estados Unidos. Dirigida por Ridley Scott.
El pasado número de esta revista incluía dos textos que, directa o indirectamente, se ocupaban del fundamento de la dignidad humana, una inclusión sin duda acertada porque creo que la bioética debe preocuparse de manera muy especial por este asunto, cuyo esclarecimiento podría ayudar a comprender mejor el sentido de muchos de los problemas bioéticos típicos y, por tanto, también a resolverlos mejor; incluso diría que podría ayudar a los bioéticos a comprenderse mejor a sí mismos. El primero era un artículo de Ramón Valls titulado “El concepto de dignidad humana” y el segundo era la entrevista que Montserrat Escartín le hacía a Jordi Sabater Pi. Ambos ponían de relieve el problemático carácter de la idea de dignidad humana. Ramón Valls mostraba que hay dos concepciones bien diferenciadas de la misma (el autor llegaba hasta decir que incompatibles) y hacía notar cómo influye la concepción de la dignidad humana que se asuma en la manera de abordar un problema bioético como el de la eutanasia, añadiendo que, en realidad, el concepto de dignidad humana es “verdaderamente básico en todas las discusiones morales”, bioéticas o no. Esto puede sonar obvio, pero no me lo parece tanto, y por eso lo destaco, pues tengo la impresión de que en muchas discusiones morales se asume como presupuesto la idea de la dignidad humana pero no se extraen de ella las consecuencias pertinentes, obteniéndose conclusiones que son incompatibles con la premisa que constituye la afirmación de tal dignidad. Bien pudiera ser que tal cosa se deba a que no se toma conciencia de cuál es el fundamento de la dignidad humana. Cuanto a la entrevista a Jordi Sabater, lo que ahora me interesa destacar es que nos hacía ver la cercanía entre los grandes simios y los seres humanos y que lamentaba el trato inmoral que éstos dispensan a aquéllos, inmoral precisamente por ignorar tal cercanía y las consecuencias que de ella se derivan. Uno y otro texto nos llevan, por caminos distintos, a preguntarnos por el fundamento de la dignidad humana, esto es, por la base sobre la que se sostiene el valor moral de los seres humanos; y esta pregunta, insisto, es fundamental para la bioética. Claro que, para muchos, se trata de una pregunta innecesaria e incluso impertinente, porque, suponen, tal valor moral es evidente o axiomático. Sin embargo, el recurso a la evidencia encubre a menudo la falta de razones o la falta de ganas de hacerlas explícitas; y el carácter axiomático de la dignidad humana es bien discutible, porque todos tenemos en mente las razones que se aducen habitualmente para ponderar el particular valor moral de los seres humanos.
No olvido que ésta es una sección dedicada al cine. Al leer el artículo de Valls y la entrevista a Sabater Pi, al pensar entonces en la relación entre el fundamento de la dignidad humana y la resolución de algunos problemas bioéticos, me vino a la cabeza Blade Runner, la película de Ridley Scott basada en un relato de Philip K. Dick que lleva el extravagante título de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (extravagante si vemos la película pero no tanto si leemos el relato). La película se estrenó en 1982, pero ha conocido una segunda edición, el “montaje del director”, creo que de 1991, supuestamente la auténtica versión original, de metraje recortado, en la que se suprime la voz en off, se cambia el final y se añade una peculiar secuencia cuyo protagonista es un unicornio. En una o en otra versión (yo recomiendo la de 1991), la película se ha convertido ya en un clásico de la ciencia ficción cinematográfica y en objeto de culto. Yo la vi por primera vez hacia 1982 o 1983, cuando se estrenó en España, y he de reconocer que no me gustó y que no guardé recuerdo alguno, quizá porque entré en el cine a regañadientes, casi obligado por mis amigos: era una época en la que pasar una tarde de primavera en un espacio cerrado y oscuro me parecía casi sacrílego, además de que por aquel entonces no valoraba la ciencia ficción, ni en la literatura ni en el cine, por creerlo, ignorante de mí, un género frívolo y poco interesante. Mi resistencia a meterme en el cine una tarde de primavera no ha cambiado, pero mi opinión sobre la ciencia ficción sí.
Para los que no hayan visto Blade Runner, bastará con transcribir aquí la introducción con la que comienza la película, porque resume fielmente el contexto en el que se desarrolla la acción:
A comienzos del siglo XXI, la Corporación Tyrell adelantó la evolución robótica a la fase Nexus 6 –un ser virtualmente idéntico al humano– al que llamó Replicante. Los replicantes Nexus 6 eran superiores en fuerza y agilidad, e iguales en inteligencia, a los ingenieros genéticos que los crearon. Los replicantes eran utilizados como esclavos en el espacio exterior, en las peligrosas exploraciones y colonizaciones de otros planetas. Tras un motín de un equipo de combate Nexus 6 en una colonia del espacio exterior los replicantes fueron declarados ilegales en la Tierra bajo pena de muerte. Patrullas especiales de la policía –unidades de Blade Runners– tenían órdenes de disparar a matar a todo replicante que detectasen. No era considerado una ejecución. Era considerado una jubilación.
Blade Runner transcurre, pues, en un mundo en el que existen humanos y existen replicantes, que son robots, pero que son “virtualmente idénticos al humano”; “para mí son –dice el blade runner protagonista, Rick Deckard– como cualquier otra máquina”, y se lo dice a Rachel, que resulta ser una de esas máquinas, aunque él no lo sabe todavía (ni tampoco ella misma). Eso sí, una máquina muy inteligente, sensible y atractiva de la que le resulta posible, y parece que inevitable, enamorarse. Deckard, que tiene la orden de retirar a todos los replicantes que encuentre sobre la faz de la tierra, acaba por amar a uno de ellos, y resulta muy difícil no reconocer al ser amado cuando menos el mismo valor que uno mismo tiene o cree tener. La película muestra a través de muchas otras escenas cómo la tan radicalmente distinta consideración que reciben los seres humanos y los replicantes carece de sentido. No puedo detenerme aquí a analizarlas con detalle, pero creo que la historia de amor de Deckard y Rachel tiene más capacidad ilustrativa que todo lo demás y sirve para apuntar el tipo de reflexión que la película demanda al espectador. Esta reflexión puede concretarse al menos en lo que sigue.
(1) Para empezar, la película nos muestra que atribuir dignidad al otro es reconocerlo como igual, admitir que es tan valioso y respetable como nosotros, que es, al fin, uno de los nuestros y que su bien debe ser buscado y protegido tanto como el nuestro. Es lo que al cazador de replicantes le sucede con Rachel, de la que sabe que es una replicante después de conocerla, pero al poco de conocerla; es decir, su proceso de reconocimiento se produce conscientemente, sabiendo que su origen es mecánico, que no es sino un producto de la Tyrell Corporation. Cabría añadir, además, que ese reconocimiento del otro es inevitable, que puede retrasarse más o menos tiempo, pero que a la larga ha de producirse sin remedio.
(2) La película muestra también que la dignidad humana es sólo circunstancialmente humana, es decir, que aunque haya sido calificada como humana por ser la propia de los seres humanos, sin embargo puede dejar de ser su patrimonio exclusivo a partir del momento en que lo que consideramos valioso sea poseído también por otros seres o, si se quiere, a partir del momento en que en que tomamos conciencia de que eso es así. Lo que valoramos en los seres humanos no es el mero hecho de su pertenencia a un género común (o no debe serlo), sino el hecho de que poseen ciertas cualidades (para decirlo con Ramón Valls, capacidad para la autonomía moral; aunque habría otras formas de pensarlo y de decirlo). Como la inmensa mayoría de los miembros del género humano poseen tales cualidades, concedemos nobleza al género, al que pertenecen, sobre todo si creemos que ningún otro género la posee. Pero los replicantes constituyen vivas muestras de que eso no es así, esto es, de que ellos no pertenecen al género humano en sentido estricto y, aun así, poseen las cualidades que hacen valiosos a los miembros del género humano. Por tanto, poseen la misma dignidad y merecen el mismo reconocimiento.
(3) Una consecuencia de la observación anterior es que es necesario identificar la cualidad o conjunto de cualidades que nos hacen valiosos a nuestros propios ojos; la mera afirmación de la pertenencia al género humano no sirve, porque no es fructífera. Cuál sea esta cualidad o cualidades es cuestión a discutir, pues no se trata de una pregunta obvia como muchos creen. En cuanto a la relevancia de la identificación del fundamento de nuestro valor, obsérvese que sólo mediante tal identificación seremos capaces de sacar las consecuencias correspondientes; suele decirse que los derechos humanos se fundan en la dignidad humana, pero no tendríamos un criterio para determinar cuáles son esos derechos si no supiéramos por qué somos dignos. La reflexión acerca de lo que constituye el fundamento de nuestra dignidad servirá también para ganar conciencia acerca de lo que somos y de lo que podemos llegar a ser, acerca del trato que merecen los demás seres humanos, y acerca del trato que merecen otros seres no humanos (sean replicantes o grandes simios) dotados de ciertas cualidades que hemos considerado valiosas.
(4) Aquello que hace dignos a los seres humanos (la capacidad para la autonomía moral, la inteligencia, la capacidad de sentir o de sufrir...) puede poseerse en diferentes grados, y de hecho así es, como bien muestra en la película el grupo fugado de replicantes: cada miembro del grupo posee las cualidades que solemos valorar en los seres humanos en distinto grado, desde León Kowalski, el más simple y más torpe, pasando por Zhora y por Pris, hasta llegar a Roy Batty, el más sofisticado y hábil. ¿Sucede esto también con los seres humanos? Parece que sí; lo que no está tan claro es qué consecuencias podríamos extraer de esto. Se me ocurren algunas, pero habré de dejarlas para otra ocasión, puesto que el tema requiere un tratamiento pausado y relativamente amplio.
(5) En última instancia, llega un punto en que no es posible discernir, en ciertos personajes, si se trata de humanos o replicantes. Ni siquiera ellos mismos pueden y, lo más interesante, acaban por darse cuenta, ellos y nosotros también, que en realidad es indiferente, que lo que cuenta es cómo es cada uno y no cómo ha llegado a serlo o, más allá de eso, si sus orígenes son biológicos o mecánicos. Una de las aficiones favoritas de los muchos fans que tiene la película es buscar detalles, cuanto más aparentemente insignificantes mejor, que sirvan para determinar si Rick Deckard es realmente un ser humano o, por el contrario, es un replicante. Pero incluso ellos saben que se trata de una anécdota, que lo que importa en el personaje no depende de eso. Que sea tan difícil determinar si es humano o replicante es, en este caso, una buena prueba de que es irrelevante.
Blade Runner nos hace pensar en cuáles son las pautas según las cuales juzgamos nuestro valor y el de los demás, y en cuáles deberían ser. Sus enseñanzas no necesitan esperar al futuro para ser útiles: no hace falta esperar a los replicantes y a las ovejas eléctricas, ni siquiera a los clones, porque son aplicables a lo cotidiano: al trato que merecen los otros, los que, sólo en apariencia, no son como nosotros. Recibido el mensaje; pero queda pendiente determinar de qué concretas maneras puede conectarse ese mensaje con los problemas bioéticos. Continuará, pues.
Ricardo García Manrique
Profesor Titular de Filosofía del Derecho, Universitat de Barcelona
*Artículo publicado en la Revista de Bioética y Derecho, no. 6 (2006)