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Artículo "Algunos argumentos para el debate en torno a la eutanasia", por María Casado

Artículo escrito por María Casado, directora del Observatorio de Bioética y Derecho (OBD), del Máster en Bioética y Derecho y titular de la Cátedra UNESCO de Bioética de la Universitat de Barcelona, y publicado el mes de junio de 2000. 19 años después, su validez permanece intacta porque ¡todo sigue lo mismo!

El tratamiento de la eutanasia plantea a la sociedad en general y al personal sanitario en particular, problemas que para ser resueltos colectivamente requieren un amplio y riguroso debate social. Las que las informaciones al respecto en los medios de comunicación han sido las que han ocasionado en el pasado año el mayor número de noticias en el terreno de la bioética. Aunque este protagonismo parece estar cediendo a favor del interés por los descubrimientos en torno al genoma, buen ejemplo de ello lo continuaba suministrando el despliegue informativo –tres páginas completas en uno de los suplementos del domingo 16 de abril- de uno de los diarios de mayor tirada del país a propósito de casos de eutanasia encubiertos y de las opiniones de diversos médicos sobre la cuestión.

A mi entender una de las razones del interés que despierta esta cuestión, que por otra parte afecta a todos los ciudadanos, está en la frecuentemente difícil compaginación entre la autonomía individual del paciente y el criterio médico; equilibrio que se rompe a menudo por razones diversas, no todas evidentes, ni percibidas por igual en los diversos medios sociales o médicos. El conflicto se sitúa inicialmente entre la voluntariedad –respeto a la autonomía- y determinadas concepciones del derecho a la vida. Pero intervienen en él factores múltiples: los familiares y los derivados del entorno del paciente, los de tipo religioso, los derivados de la distribución de recursos, de la salvaguarda de intereses legítimos de terceras partes… que dificultan en muchos casos la determinación de cuales son los "mejores intereses" del paciente. Hoy los propios fines de la medicina están siendo puestos en cuestión: no es el objetivo de la medicina alargar la vida a cualquier precio. Incluso la Recomendación 1418/99 de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa afirma que “alargar la vida no es el fin exclusivo de la medicina”.

¿Qué hacer? ¿Se puede, es más, se debe respetar la voluntad de morir de un paciente terminal? ¿Se tiene que colaborar en la misma? Y también ¿qué tratamiento utilizar cuando se acerca la hora de la muerte? ¿Quién puede decidir si el paciente no ha manifestado su voluntad y no puede hacerlo? Algunas de las mayores dificultades en el campo que nos ocupa se plantean a la hora de decidir sobre la interrupción de tratamientos en enfermos con trastornos irreversibles de consciencia que no pueden manifestar voluntad y que no habían tomado disposiciones previas al respecto. Por no referirnos al caso especial que representa el estado vegetativo persistente en el que, al tener que elegir en lugar de otro, se puede optar por resolver atribuyendo a la situación un significado que tenga en cuenta su voluntad presunta de quien ya no es competente. Esto convierte frecuentemente la cuestión en un problema de prueba, como sucedió en el caso de la famosa sentencia de Nancy Cruzan. También se puede seguir el camino de la valoración de la calidad de vida del sujeto. Sendero lleno de zarzas, pues al criterio médico y biológico habría que añadir una valoración sobre la calidad desde el punto de vista humano y personal que compete al propio sujeto, pero que precisamente en estos casos no puede ser establecida. También la valoración de los mejores intereses del paciente puede aportar nuevos caminos y argumentos pero, realmente, puede convenirse -como sucedió en el caso de Tony Bland- que estos pacientes no tienen intereses.

El planteamiento es distinto en los países anglosajones, defensores a ultranza de criterios autonomistas, y en los países latinos, que han utilizado como escudo el comodín del respeto a la vida. Antes, además, se esperaba la salvación de lo "alto", santos y vírgenes intercedían; hoy se espera de los médicos y de la todopoderosa medicina. Conviene tener en cuenta que la tradición católica está inmersa en una general delegación de responsabilidad en otras manos "más cualificadas": el “!doctores tiene la iglesia¡” es el un precedente en el tratamiento “tecnocrático” de los conflictos. Mientras que en la tradición protestante, base de la actual mentalidad que hemos llamado anglosajona, el ser humano está mucho más acostumbrado a decidir por sí mismo. El hábito del "libre examen" ha dejado unas huellas distintas de la costumbre de actuar siempre con unas directrices dogmáticas.

En mi opinión, la discusión que nos ocupa es una cuestión de situaciones límite. En el filo del cambio de milenio el debate sobre la eutanasia debe ser enfrentado desde un doble punto de vista: como una cuestión de respeto y de solidaridad. La posición ante la eutanasia supone un verdadero test de validación de la aceptación del principio de autonomía; principio en el que decimos centrar no solo las decisiones morales sino la vida general de nuestra sociedad (que al menos acepta ser definida como liberal)

Si realmente respetamos la autonomía ajena, es en la aceptación de las decisiones que pudiera ser no compartiésemos en donde éste tiene que demostrarse. En la aceptación y respeto de las opiniones y las conductas que aprobamos no existe la menor dificultad. El test de tolerancia -en el sentido más positivo y activo de este término- nos lo suministra la consideración que nos merecen las conductas cuyas razones no compartimos.

En el caso de la eutanasia esto se manifiesta con meridiana claridad. En primer lugar se trata de una decisión individual y por definición autónoma, así pues no podemos invocar la lesión de los derechos de otros sujetos, ni la existencia de “terceros inocentes” implicados. Por definición la eutanasia activa voluntaria (que es el núcleo de la discusión en estos momentos) afecta solo a dos personas: a quien la solicita de manera lúcida, expresa, reiterada, … y a quien accede a practicarla –que en todo caso puede negarse e incluso objetar en conciencia, si considerásemos que había un deber jurídico, lo que es mucho suponer-.

¿Por qué pues en algunos sectores de la sociedad se plantea aun, de forma tan virulenta, la cuestión de la eutanasia? A mi entender la razón estriba en la enorme carga ideológica que ha arrastrado este debate y que motiva que ciertas posiciones se parapeten en actitudes maximalistas y, en muchos casos, intolerantes. Entre los detractores de la eutanasia se aprecia con frecuencia un planteamiento que lleva a un enfrentamiento de absolutos (cierto que este no es el único terreno en que se asumen estas actitudes) mientras que por parte de los defensores del derecho a morir en libertad se enfoca una cuestión de respeto.

Ambos bandos invocan la defensa de la dignidad humana pero, evidentemente, la entienden de manera diversa; existen dos grandes corrientes a la hora de interpretar y de dar sentido a la dignidad, e incluso a la noción de Derechos Humanos: la cristiana y la laica. Si no se explicita puede convertirse la discusión en un dialogo de sordos: es imposible el acuerdo si palabras iguales designan conceptos distintos.

Aunque más arriba me haya referido haya sido la tradicional invocación a la autonomía y la dignidad de la persona, acudiendo al marco del planteamiento general, me gustaría completar esa reflexión refiriéndome al otro enfoque del problema de la eutanasia que mencioné al principio y que creo puede ser más fructífero: la solidaridad y el respeto.

Hace menos de tres meses el Comité Nacional de Etica francés (ver web CCNE) ha publicado un informe en el que modifica las conclusiones y criterios que había sostenido al respecto nueve años atrás para reconocer explícitamente que es aconsejable revisar aquellas conclusiones a la luz del progreso de la técnica medica y de la evolución de la sociedad desde entonces. Resulta importante en sí mismo -y tiene repercusiones en la normativización de los problemas de la bioética- el hecho de que un comité del prestigio y la solvencia del francés sostenga que, en menos de diez, años las circunstancias han evolucionado tanto que obligan a revisar los planteamientos.

Pero lo que me interesa señalar aquí es el deseo del CCNE de aportar elementos para esta necesaria reflexión a partir de la contratación de la evolución de los hechos y de la necesidad de dar una respuesta solidaria a un problema real de nuestra sociedad. La evolución científica y técnica plantea nuevas problemas al ser humano, el alargamiento de la vida en determinadas circunstancias no es considerada como un bien por todas las personas y en este caso la voluntad del sujeto debe ser tenida en cuenta. Ante esta situación el CCNE –sin establecer como un derecho el exigir la colaboración de un tercero para poner fin a la propia vida- invoca la solidaridad humana y la compasión para tomar en consideración el hecho de que el ser humano puede encontrarse en circunstancias tales que aunque exista una regla general de prohibición se deban tener en cuenta excepciones.

Hablar en este sentido de compasión no supone entender este concepto en forma paternalista sino que apela a una concepción solidaria de las relaciones de los seres humanos, a una visión del problema que acepte aperturas excepcionales para supuestos excepcionales. Y, además, se trata de circunscribir el campo del acuerdo de conformidad a una definición estricta del término, ligado a la solicitud del sujeto y al cumplimiento de requisitos que garanticen la voluntariedad.

Creo que es esta una buena vía para el acuerdo entre posiciones que, por otros caminos, se ven habitualmente enfrentadas. También desearía, para terminar, someter a la consideración del resto de la sala dos cuestiones subyacentes a todo acuerdo bioético y que, por otra parte, pueden ser previas: En primer lugar, la concreción y limitación de los objetivos a que se puede llegar y su provisionalidad-; cierto que la provisionalidad es más incomoda e insegura que acomodarse en las verdades eternas ya que exige mayor responsabilidad por las decisiones que tomadas libremente. Y, en segundo lugar, recordar explícitamente que se puede convenir en que una conducta es correcta aunque difiramos en él por qué. Solo así es posible ir construyendo acuerdos, no consensos genéricos y vacíos, sino acuerdos concretos y puntuales.