Una mujer entra en una consulta médica. No importa qué especialidad y, en general, tampoco importa el sexo del especialista. Esta escena se suele repetir bajo cualquier condición externa, siempre y cuando la paciente sea mujer. La paciente entra en la consulta y se aqueja de una sensación física. No importa dónde, ni desde hace cuánto, ni cómo de intensa sea esa sensación. El o la profesional, después de hacer un pequeño chequeo, muchas veces ni siquiera físico, casi por deducción intuitiva, por saber popular, por la experiencia de los años… sin probablemente haberla mirado a la cara en los escasos minutos en los que ella lleva sentada al otro lado del escritorio, porque solo se ha dedicado a teclear lo que la mujer iba narrando (o eso queremos creer, porque muy bien podrían estar haciendo cualquier otra cosa como, por ejemplo, nada en absoluto). Finalmente el veredicto, el diagnóstico, avalado por años de estudios, períodos de residencia y experiencia diaria es “no pasa nada, esto es normal, tú tranquila”.