Artículo escrito por María Casado y publicado en Gaceta Sanitaria el mes de junio de 2012. La Dra. María Casado es directora del Observatorio de Bioética y Derecho (OBD) y del Máster en Bioética y Derecho, así como titular de la Cátedra UNESCO de Bioética de la Universidad de Barcelona.
La intervención en el Congreso de los Diputados del ministro de justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, sobre la posible modificación de la actual Ley de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo, recogida por todos los medios de información de este país, ha sido motivo de comentarios generalizados y resulta preocupante no sólo por el contenido de la modificación normativa que parece proponer sino por la concepción de la condición femenina que subyace y por las consecuencias para la salud pública que se derivan. Trataré de analizar el contexto y las posibles lecturas de tales manifestaciones, así como el retroceso que para el respeto a la dignidad de las personas, y más en concreto para los derechos de las mujeres, representan el sustrato ideológico de fondo y la misma propuesta normativa.
Que el ministro de justicia traiga el tema a colación a la primera oportunidad de visualizar públicamente su cargo tiene diversas interpretaciones: en primer lugar, se trata de un compromiso electoral, importante en especial para los sectores más conservadores de un partido de por sí muy conservador, que hace bandera de las “esencias patrias” más carpetovetónicas y de una moral sexual patriarcal, discriminadora e hipócrita, inspirada por esa gerontocracia de varones solteros que dicta el “magisterio de la iglesia”, cuyo cumplimiento debería obligar a sus fieles y no condicionar las normas del estado de derecho, que por definición supone igualdad ante la ley. No olvidemos que España fue un estado confesional, pero que desde la Constitución de 1978 ya no lo es, sino que es un estado de derecho, y por ello las normas jurídicas han de permitir la convivencia de las distintas opciones y proyectos de vida. Lamentablemente, las declaraciones del ministro (tenido por algunos en ciertos momentos como el representante del ala progresista de su partido) se insertan en la tradición más obscurantista de la moral y de las relaciones entre religión y derecho.
No obstante, es loable que un partido político cumpla sus promesas electorales, y resulta lógico que el PP se plantee hacer lo que dijo: ganaron las elecciones y ésas eran sus propuestas. No pasa nada, sólo es la consecuencia... Sin embargo, por otro lado, no conviene tener tanta amnesia histórica: desde que se aprobó la vieja ley del aborto, el PP tuvo diversas mayorías absolutas que le habrían permitido cambiar la ley y no lo hizo; lo dijeron cada vez cuando estaban en la oposición, pero nunca lo hicieron. ¡Los costos electorales! Curiosamente ahora quieren volver a esa entonces denostada ley de 1985, tan denostada que incluso presentaron un recurso de inconstitucionalidad contra ella y, por cierto, lo perdieron.
Todo esto hace sospechar que las palabras del ministro sobre un tema tan emocional como el aborto permiten distraer la atención de otro problema urgente y de enorme gravedad en la presente coyuntura: la economía. Recortes como los planeados por el gobierno, que ponen en cuestión la existencia misma de un estado de bienestar, que costó siglos y sangre conseguir, quedan camuflados detrás del fragor de la batalla del aborto, que enfrenta concepciones del mundo, de la mujer y de la misma vida como choques de absolutos.
Un segundo aspecto a analizar es la concepción de la mujer que subyace a las declaraciones y propuestas del ministro en la sesión de control al gobierno en el Senado: el modelo de mujer-madre y necesitada de protección. «La libertad de maternidad es lo que a las mujeres las hace auténticamente mujeres... defender el derecho a la vida y el derecho a la dignidad de la mujer es lo más progresista que se puede hacer en política como en cualquier actividad» son palabras que no aclaran mucho: ¿qué quiere decir ser progresista? ¿Todos monolíticamente debemos ser progresistas? ¿En qué sentido? Y más aún, ¿qué quiere decir “defender el derecho a la vida”? ¿Es que los demás no defendemos la vida? ¿La vida digna? ¿La vida de la mujer? ¿Qué hay del derecho a vivir después de haber nacido? ¿Es que el estado, para mostrar su compromiso con la vida, lo que tiene que hacer es restringir los derechos de las mujeres? A su juicio, cuando los derechos de la madre y los del concebido entran en conflicto, el legislador tiene que defender siempre ambos derechos para decidir cuál de los dos debe prevalecer. Y a continuación, el ministro invoca una supuesta doctrina del Tribunal Constitucional a favor de sus propios planteamientos, obviando que dicho Tribunal ya dejó reiteradamente establecido que los no nacidos son bienes jurídicamente protegidos, no personas, ni titulares de derechos fundamentales.
Todas esas imprecisiones y mescolanzas son graves, y más viniendo de un jurista. Además, unido al juego del lenguaje que se apropia de un término que tiene contenido emotivo favorable y lo descafeína para rellenarlo de otro significado: «violencia de género estructural». Se refiere así a las condiciones económico-sociales (lo que se llamó “el cuarto supuesto” para la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo) que, según él, resultaría innecesario si se implementasen las políticas de promoción de la maternidad: «Todas las administraciones públicas tendrán que trabajar para que los servicios sociales, la educación, la sanidad, la vivienda, el transporte y el empleo sean prioritarios para la mujer embarazada.... Vamos a defender la dignidad de la mujer con uno de sus valores fundamentales, que es el derecho a la maternidad... para que ninguna mujer se vea obligada a renunciar a la maternidad por un conflicto familiar, laboral o social». No sabemos cuáles son tales medidas, lamentablemente, puesto que serían muy bienvenidas por todos, aunque parece olvidar que ya hay una ley específica encaminada a lograr la igualdad en estos campos.
Un camino más adecuado para llegar a acuerdos razonables entre personas que aun pensando de modo diverso compartimos espacio, sería tomar como base que la decisión de interrumpir un embarazo conlleva tener que elegir entre “males” diversos y opciones que pueden jerarquizarse de formas distintas, pero que siempre suponen una decisión aciaga para la mujer (que es quien ha de decidir) y, también, para quienes intervienen en dicho acto. Por ello, es fundamental poner de manifiesto que el aborto es el desenlace no deseado de un problema previo: el embarazo no deseado. No querido porque fue fruto de una relación sexual forzada, o porque pone en peligro la salud, porque su resultado presenta malformaciones o porque altera gravemente el proyecto vital, o sencillamente porque no se había previsto.
En la mayoría de los casos, el aborto es la consecuencia de una pésima o inexistente educación sexual y reproductiva, y de un deficiente acceso a los métodos de control de la natalidad; así ocurre también en nuestro país, como se indica en el informe europeo de la International Planned Parenthood Federation European Network. Estas deficiencias recaen sobre las mujeres y repercuten especialmente en aquellas que se encuentran en una situación social y económica más desfavorecida. Aunque tampoco este hecho se quiere aceptar por algunos sectores, una buena política de educación sexual y reproductiva reduciría notablemente el número de casos en que la mujer se ve enfrentada a decisiones trágicas y dolorosas: todos aquellos que se producen por falta de información y acceso. Una educación sexual de calidad, no culpabilizadora sino basada en la responsabilidad, colabora a que las personas se hagan cargo de sus conductas, tomen las medidas pertinentes para reducir riesgos y eviten efectos no deseados. Naturalmente, no todos los casos quedarían resueltos, pero sí es cierto que disminuiría el número de abortos.
Quedaría así la interrupción voluntaria del embarazo como una solución de segundo grado, para cuando las medidas no han sido suficientes, y de forma específica solventaría los supuestos en que la salud y la vida de la mujer están en juego, o bien se han detectado malformaciones en el feto, o se han producido circunstancias sobrevenidas graves que lo hacen necesario. Y aun así, con una visión realista de las circunstancias sociales, subsistirían supuestos en que la indicación social seguiría estando justificada. Aceptar todo esto significa tratarnos unos a otros como seres libres e iguales, y eso que está reconocido en todas las declaraciones de derechos, aunque a más de uno le cueste asumirlo.
El debate sobre la modificación de la actual regulación del aborto no debería seguir centrándose en discutir de nuevo sobre la moralidad del aborto, sino enfocarlo como un problema de salud pública y de derechos humanos. Dado que el ministro de justicia no ha propuesto establecer una prohibición total del aborto, de regulaciones permisivas es de lo que estamos discutiendo, y así, de lo que se trata es de aducir razones a favor o en contra de la modificación que se proponga; sin perder de vista que nos encontramos ante un debate político y una cuestión social, no ante un discurso meramente abstracto en el cual desaparecen las personas concretas y se sustituyen por visiones que se alejan del conflicto social para usar un lenguaje de pretendida neutralidad. Grandes principios como «la tutela de la vida humana desde su inicio», la aceptación del aborto sólo cuando es por razones terapéuticas, y aún más, los obstáculos en la tramitación que se interponen en la práctica para los casos incluidos en la ley, son vías abiertas para desvirtuar la idea de que la decisión compete a la mujer y ofrecen argumentos a quienes, hoy, quieren revisar la ley en sentido restrictivo. Nótese que es precisamente el plazo, que se basa en la libre decisión de la mujer, sin permisos médicos ni evaluaciones externas, lo que el gobierno ha puesto primero en entredicho.