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"Blade Runner" o la pregunta por la dignidad humana (II)

PortadaBlade Runner
1968, Estados Unidos. Dirigida por Ridley Scott.

En la primera parte de este artículo acabé observando que la reflexión sobre la dignidad humana que suscita la famosa película de Ridley Scott puede ayudar a replantear y mejor resolver algunos problemas bioéticos. En esta segunda parte prolongaré un poco más esa reflexión y la conectaré con esos problemas. En síntesis, trataré de mostrar que, al abordar de manera racional el problema (todavía imaginario) de los replicantes, nos vemos obligados a matizar el uso habitual que se hace de la noción de dignidad humana, de estas dos formas: en primer lugar, hemos de reconocer que hay seres vivos no humanos que merecen cierta consideración en virtud precisamente del respeto que debemos a la dignidad humana; en segundo lugar, y por esa misma virtud, hemos de reconocer que no todas las formas o manifestaciones de la vida humana tienen el mismo valor. Ambos matices pueden ayudar a resolver de manera más racional problemas bioéticos no ya imaginarios sino bien reales.

En Blade Runner, lo que nos hace reflexionar sobre la dignidad humana es el hecho de que los replicantes, esos robots de aspecto y comportamiento tan humanos, son considerados como cosas y no como personas. Ese hecho nos choca porque, a lo largo de la película, no acabamos de ver que existan diferencias relevantes entre unos y otros. De hecho, es muy difícil, si no imposible, distinguir a unos de otros y, en todo caso, aunque podamos, parece que la diferencia genética, que es la única bien identificable, no es una diferencia relevante. Al preguntarnos si está justificado que los seres humanos de origen biológico sean tratados como personas y, en cambio, estos nuevos seres humanos de origen fabril sean tratados como cosas, nos damos cuenta de que la dignidad humana debe de tener algún fundamento y de que necesitamos saber cuál es ese fundamento. Nos damos cuenta de que consideramos a los seres humanos como especialmente valiosos porque, por ejemplo, son capaces para la autonomía moral (o para el pensamiento abstracto o para los sentimientos..., qué sea en concreto ahora no importa). Y, entonces, es racional, y moralmente obligatorio, atribuir dignidad humana a todos aquellos otros seres que, con independencia de otras circunstancias, posean dicha cualidad relevante, como es el caso de los replicantes. Es cierto que el estado actual de la robótica dista mucho del que se nos muestra en Blade Runner, pero eso no significa que no podamos aprender alguna lección. Detengámonos, para ello, en un aspecto de la película sólo apuntado en la primera parte de este ensayo: precisamente el del progreso de la robótica.

Este progreso nos lo muestra la película presentándonos a un grupo de replicantes en el que cada uno de sus miembros supone un grado más avanzado de perfección técnica, vale decir de humanización, porque el perfeccionamiento de un replicante consiste en su acercamiento a los seres humanos. El director, sin duda, quiere incidir en ello porque los replicantes van entrando en escena de menos a más evolucionados, desde el tosco Leon Kowalski hasta el refinado Roy Batty (llama la atención sobre este punto y su significación el libro de Javier de Lucas, Blade Runner. El derecho, guardián de la diferencia. València: Tirant lo Blanc, 2003, págs. 33-34). Al margen queda Rachel, pero su entrada en escena tiene que ver también con la dificultad del cazador de replicantes, Rick Deckard, para determinar si ella es o no es un robot de la Tyrell Corporation, debido al alto grado de sofisticación que ella presenta y debido quizás al hecho de que ella no tiene conciencia de su verdadero origen. Al final de la película, el proceso de humanización queda resaltado, y su sentido ponderado, con la escena memorable en la que Roy Batty, a punto de morir, salva la vida de su implacable perseguidor, Deckard, a quien tiene a su merced, mientras que, con bellas palabras, expresa la más humana desesperanza, la que se refiere a la desaparición del yo. Roy Batty, el más avanzado de todos los replicantes, alcanza un grado de desarrollo humano tal que bien puede calificarse como superior al de la mayoría de los humanos biológicos. En una palabra: en materia de humanización la técnica parece avanzar más deprisa que la naturaleza.

Este desfile de replicantes a cual más evolucionado es, me parece, una manera de mostrar en la película el que es un tema recurrente del relato original de Philip K. Dick (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?), a saber, el largo proceso de perfeccionamiento que ha experimentado la robótica hasta llegar a la actual generación Nexus-6. En paralelo, el relato nos da cuenta también de la gran afición de los seres humanos de la época por los animales domésticos, una afición que ha llegado a convertirse casi en una obligación social, de manera que más vale tener un animal en casa si uno quiere acreditar su éxito familiar y profesional y ser respetado por los vecinos. Pero la escasez de animales auténticos ha supuesto un notable desarrollo de la industria de los animales mecánicos (por ejemplo, las ovejas eléctricas del título...), que se traduce en la dificultad para distinguir a unos de otros. Aún así, tener un animal auténtico en casa entraña mucho más prestigio que tener un animal artificial, y entonces a uno le asalta la duda de si no será que el prestigio es, en verdad, el que da el dinero, puesto que la gran diferencia entre unos y otros animales es la de su precio. La comparación es evidente: del mismo modo que es irracional preferir animales naturales a animales artificiales, lo es discriminar a los replicantes respecto de los seres humanos de origen biológico. La diferencia es que mientras que la elección de una mascota puede dejarse al arbitrio y el impulso emotivo de cada cual, la consideración social (moral, jurídica, política) que merecen los replicantes debe poder ser justificada con razones y no con prejuicios.

El proceso de humanización de los replicantes muestra, en efecto, que seres no humanos pueden poseer aquello que hace dignos a los seres humanos y, por tanto, merecer esa misma dignidad pero, además, muestra que la cualidad que hace dignos a los seres humanos (y a los replicantes, y a quien sea) puede poseerse en grados diversos. Estas dos lecciones de Blade Runner acerca de la dignidad humana permiten sacar el par de conclusiones que siguen.

La primera es que algunos animales que poseen en cierta medida la cualidad que hace dignos a los seres humanos merecen también en cierta medida el mismo tipo de trato que creemos que los seres humanos merecen por la sola posesión de la dignidad humana. Más concretamente: el Parlamento español tiene buenas razones morales para adherirse al Proyecto Gran Simio, tal y como le pide la moción presentada hace pocas semanas por el diputado Francisco Garrido y, por tanto, para aprobar normas que protejan a los grandes simios del “maltrato, la esclavitud, la tortura, la muerte y la extinción”, garantizando, cuando menos, “que dejen de ser meros objetos que pueden ser poseídos y utilizados para fines de diversión y entretenimiento” (Peter Singer, “El debate de los grandes simios”, en El País del 26 de mayo de 2006). Creo que a este respecto deben quedar pocas dudas, pero merece la pena insistir en el hecho de que si debemos cierta consideración a los grandes simios es precisamente por la misma razón por la que creemos que todos los seres humanos merecen cierta consideración. Es decir, por respeto a nosotros mismos, a nuestra dignidad humana.

La segunda conclusión es algo más abstracta que la primera, pero el lector sabrá concretarla cuando corresponda: no todas las formas de vida humana tienen el mismo valor desde el punto de vista de la dignidad humana, porque no todas ellas presentan en el mismo grado la cualidad valiosa en que fundamos la dignidad humana. Por “formas de vida humana” designo aquí los fenómenos diversos en que está presente la humanidad biológica o genética, desde antes de la cuna hasta después de la tumba, si se me permite la expresión: células madre, embriones, fetos en distintos grados de desarrollo, niñez, edad adulta, estados varios de enfermedad mental, vegetativos, de coma, de muerte cerebral, etc. Gran parte de los problemas bioéticos se plantea en relación con formas de vida humana en las que la cualidad que fundamenta la dignidad humana está presente en un grado significativamente bajo o no está presente en absoluto, ni en acto ni en potencia, y para abordar todos esos problemas deberíamos tomar conciencia de que la dignidad humana no está presente en el mismo grado en todos los sujetos afectados. Que esto está bien asumido en algunos casos lo demuestra, por ejemplo, la asunción no problemática de la equivalencia entre “muerte cerebral” y “muerte” a secas, es decir, la asunción no problemática de que un ser humano que respira y cuyo corazón late está muerto; u, otro ejemplo, la aceptación general de la legitimidad de ciertos supuestos de aborto, como el así llamado ético (aborto en casos de embarazo producto de una violación). Lo que sugiero es que, por vía de deducción, como la que he intentado, o por vía de inducción a partir de éstos y otros supuestos no problemáticos, se acepte que la dignidad humana es gradual, como la manera correcta de representárnosla y que, por tanto, cuando la dignidad humana sea relevante para la resolución de un problema moral (como es el caso de buena parte de los bioéticos) se tenga en cuenta ese carácter gradual y se saquen las consecuencias que de ahí procedan.

Importa, en definitiva, tomar conciencia de que no valoramos a los seres humanos por el mero hecho de pertenecer a una especie zoológica, ni por el hecho de pertenecer a nuestra especie zoológica. Los valoramos porque son capaces de desarrollar una cualidad o conjunto de cualidades que consideramos valiosas, una cualidad o conjunto de cualidades que desarrolla la mayor parte de los miembros de la especie, pero que también los miembros de otras especies pueden desarrollar en algún grado, y que no está desarrollado en el mismo grado, ni siquiera en alguno, en muchas formas de vida humana. Quizá alguno considere que, siendo así, no merece la pena seguir usando la noción de dignidad humana, por no ser exclusivamente humana y por no designar un valor idéntico para todas las formas humanas de vida. No estoy de acuerdo, salvo en lo que al nombre respecta. Quizá esté justificado cambiar el nombre de dignidad humana a un valor que atribuimos también a miembros de otras especies. Sin embargo, en contra de la opinión de Peter Singer, creo que la noción sigue siendo útil. Es sólo que cuando se ha usado, y se sigue usando, para luchar contra ciertas desigualdades injustificadas, como las que tienen que ver con la raza, el sexo o la condición nacional, es procedente usarla en términos absolutos (se tiene o no se tiene); pero cuando se usa para abordar cuestiones bioéticas pierde buena parte de su utilidad si no se usa en términos relativos, cosa que, por otra parte, nunca hemos dejado, consciente o inconscientemente, de hacer.

Ricardo García Manrique
Profesor Titular de Filosofía del Derecho, Universitat de Barcelona
*Artículo publicado en la Revista de Bioética y Derecho, no. 7 (2006)