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El médico alemán

El médico alemán
2013, Argentina. Dirigida por Lucía Puenzo.

Mejor saberlo desde el principio, tal y como yo lo sabía cuando entré en el cine (y por eso entré): el médico alemán es nada menos que el doctor Mengele, el que labró su terrible fama en el campo de concentración y exterminio de Auschwitz. Nos lo encontramos en algún lugar de Argentina hacia principios de la década de los sesenta, camino de Bariloche, y nos encontramos con un hombre atractivo, educado y elegante, desde luego nada repulsivo, acaso inquietante, cómo no si ya sabemos quién es. O lo que sabemos, en realidad, es lo que ha hecho, pero el sujeto de esa larga lista de atrocidades, ¿cómo es? ¿Quién es ese médico? Se dice que son nuestros actos los que nos definen, pero el sentido de esos mismos actos se nos escapa si no sabemos algo más acerca de quién los llevó a cabo, de qué es lo que había en su cabeza, de qué buscaba, de por qué actuó así y no de otro modo. Desde el principio, la película parece prometernos eso, darnos a conocer al médico alemán.

El médico se encuentra con una familia que sigue su misma ruta, una ruta que él alega peligrosa para obtener el beneficio de su compañía, aunque ya sabemos que la hija de la familia, doce años tendrá, ha suscitado su interés, y quizá sea por eso por lo que se une a ellos. La fascinación de la niña por el médico es evidente y transgresora, pero cómo podría ella saber lo que nosotros. Incluso el respeto y simpatía de la madre nos resulta aventurado como mínimo, hasta que recordamos lo que ya se nos ha contado, que ella estudió en el colegio alemán de Bariloche, y una lengua y cultura comunes, sobre todo si se tienen por superiores, une mucho. El único receloso, y casi hostil, es el padre, y se nos ocurre, sabiendo lo que sabemos, que es el más perspicaz, cuando la verdad es con toda probabilidad muy otra: el varón está en estado de alerta ante el otro varón, el que ha encantado a su niña y el que mantiene una relación con su mujer de la que él nunca podrá ser partícipe, porque se basa en una lengua que él desconoce. Deberíamos ponernos del lado del padre y, sin embargo…

A lo largo de la película, ya en Bariloche, el atractivo del médico alemán no hará más que crecer, como su ascendiente sobre las mujeres de la familia, como la animosidad del padre para con él. Sabremos de su capacidad de trabajo y de su brillantez intelectual, y seguiremos disfrutando de sus buenas maneras. No hay muchos como él. Al final, pasará lo que tenía que pasar, lo que esperábamos que ocurriese tarde o temprano, que apareciese el autor de las atrocidades, siempre surge la ocasión propicia. Y no es que, una vez que lo hemos conocido, nos horrorice menos su conducta, sino que no por horrorizarnos deja de atraernos su autor, ahora que ya lo conocemos mejor que antes. Podemos intentar despreciarlo o vilipendiarlo; pero nuestros exabruptos, por muy justificados que estén, no pueden ocultar el hecho de que reconocemos en el médico alemán buena parte de las cualidades que caracterizan la excelencia humana, no todas, cierto, no todas.

La contradicción sentimental es, pues, evidente. Nos incomoda sentir lo que no deberíamos estar sintiendo; pero es que él no deja de ser uno de nosotros. Justamente la más grave acusación que él y los que eran como él recibieron fue la de que no trataron a los demás como iguales, sino como distintos, e inferiores. Y nosotros, que nos creemos hechos de una mejor pasta moral, ¿no es lógico que le reconozcamos como a un igual? Y, sea lógico o no, ¿cómo rechazar lo que uno siente? Es eso lo que nos inquieta, que es uno de nosotros y que no lo podemos evitar.

Ricardo García Manrique
Profesor Titular de Filosofía del Derecho, Universitat de Barcelona