Màster en Alimentació, Ètica i Dret

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Artículo "La Navidad y sus moralinas", por Ramón Valls

Artículo escrito por Ramón Valls y publicado en La Vanguardia el día 4 de enero de 2002. El Dr. Ramon Valls era Catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona, miembro del Observatorio de Bioética y Derecho (OBD) y profesor del Máster en Bioética y Derecho.

Un reciente debate en televisión sobre la hipocresía que se atribuye a la Navidad transcurrió con el mismo barullo que las tertulias radiofónicas. Pudimos contar tantas opiniones como cabezas, y no faltó el guirigay de los discursos superpuestos que refuerzan a voces su razón. Confusión, en fin, de la que nos libramos, como siempre, gracias al reloj del regidor.

Una cosa, sin embargo, quedó clara. Que la Navidad, como dijo allí un conocido alcalde, es un éxito. No explicó si el éxito es religioso, comercial o digestivo, pero éxito lo es sin duda. Si pues, a gusto o a disgusto, pocos escapan a la fiesta, la tradición que tanto mueve no debe de ser un puro disparate. En la noche más larga del invierno, los habitantes del "pagus" (paganos, "pagesos") celebraban la esperanza del buen tiempo y más tarde los cristianos de la ciudad tuvieron la buena puntería de colocar en la misma fecha el nacimiento del Salvador. La esperanza natural de la cultura agrícola fue así absorbida por la promesa de paz que un niño inocente regalaba a la buena voluntad de los humanos. Pero la nueva fiesta conservó rasgos de la vieja. La reunión de las familias desperdigadas, por ejemplo, que el tiempo invernal propiciaba porque el agricultor tiene poco trabajo cuando la naturaleza descansa. También los buenos augurios para un futuro mejor. Y alrededor de la mesa se anticipaba el calor venidero mediante las calorías del leño encendido, de los frutos secos, del caldo sustancioso y del vino. Con el calorcillo, ya se sabe, crece el afecto, la prosperidad hace regalos y la opulencia tiende a consumir con exceso. Tradición inteligente pues, éxito asegurado.

Los aguafiestas, sin embargo, advierten de que mientras la buena voluntad canta aleluyas, fieles e infieles se regalan bombas. Nos muestran niños hambrientos que toda la ternura del mundo no puede aliviar. Y si alguien nos recuerda que podemos sentar un par de ellos a nuestra mesa, la pequeñez del remedio nos desasosiega.

¿Qué pasa, así? Pasa, me temo, que la Navidad padece el empacho de dos moralinas: la cristiana de toda la vida y la progre. La Navidad, en efecto, ilumina con tristes bombillas municipales un ideal imposible que, si hemos de ser sinceros, tenemos que aplazar hasta el día del juicio final. Se produce así la moralina de los sermones, incluso los laicos, que en estos días tanto se prodigan. Palabras y sólo palabras que, además de no hacer nada, transforman la exigencia moral excesiva en inmoral. Nos bañan en música celestial y producen buena conciencia soñada. Es el inconveniente de todos los ideales sublimes que tanto contrastan con propósitos más modestos. El carnaval, por ejemplo, con toda su fama de inmoral, busca solamente un descanso a la represión cultural del deseo. Y como el descanso también cansa, la fiesta nos devuelve al tajo sin mayores complicaciones.

En nuestros días además le ha salido a la Navidad otro gremio de aguafiestas de raíz progre que puede muy bien aliarse con los moralistas de siempre. Son los predicadores del anticonsumismo que quieren salvarnos de los excesos provocados por la publicidad. Otro sermón inútil, porque es también ajeno al mundo en que vivimos. Quizá unos pocos elijan la austeridad, pero serán pocos. La mayoría no se dispensará de algún placer que la prosperidad nos regala y que el buen sentido no reprueba.

La conclusión es fácil de formular y no se libra tampoco de cierto moralismo. Dice en síntesis que la exigencia de propagar la paz y el bienestar en el mundo pasa necesariamente por la política. Sólo aquella política, ay, que disciplina la economía y sabe dirigirla a metas de derechos humanos y dignidad. En fin, ustedes perdonen que en fiestas tan señaladas hable yo de eso que con razón está tan desprestigiado, pero es cierto que sólo las sociedades políticamente logradas pueden realizar el bien en el mundo.